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jueves, 11 de febrero de 2010

MENCIÓN HONORÍFICA "CUENTO HISTÓRICO" UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA


El anuncio del pasado

No eran más de las ocho de la mañana, cuando Rosario, que estaba fuera de la Alhóndiga, vio que se acercaba la gran multitud de campesinos anunciada días antes. Era la más grande que había visto en su vida. Tenían herramientas de trabajo en sus manos, y su mirada expresaba coraje y odio. No sólo estos se veían con enojo, también la gente del pueblo, reunida alrededor de la Alhóndiga, con la que había convivido durante tantos años, mostraba esos sentimientos. Aunque no habían cambiado nada por fuera, los ojos de Rosario no podían reconocerlos. Era como si unos demonios se hubieran apoderado de sus cuerpos. Rosario sentía también esa sensación de odio brotar de su interior, como si algo dormido dentro de ella estuviera despertando. Ese abrir de ojos era muy distinto al que experimentó una escalofriante mañana de septiembre, así que comenzó a recordar.
Fue de madrugada, cuando pudo por fin ir a dormir después de un largo día de trabajo. No había parado desde las cuatro de la mañana del día anterior, por lo que sus pobres pies pedían descanso. La conocían como una de las selectas trabajadoras de la hacienda de los Villareal, familia española sumamente importante y consagrada de la ciudad de Guanajuato. Tal era su fama que cientos de personas hacían fila diariamente para trabajar en sus tierras, pero muy pocos tenían la fortuna de hacerlo.
“No cabe duda que hoy pequé”, pensó Rosario, “no llevo ni diez minutos acostada y ya casi tengo que estar de nuevo en pie para ir a misa”. Así es que después de tan sólo una hora y cuarto más, ella se levantó para cumplir su deber cristiano. No era una mujer quejumbrosa, por el contrario, siempre agradecía a Dios el hecho de no ser un alma desamparada, que no tuviera el pan de cada día para sobrevivir. “El que va con Dios, nunca anda solo”, pensaba ella. Tampoco es que sintiera gran afecto por los Villareal ni los odiaba ni los quería. Simplemente eran sus patrones.
Después de salir a misa, como era debido, caminando junto con los demás feligreses, escuchó que detrás venía doña Juana. “Buenos días, mi Rosa, ¿qué tal durmió?”, preguntó la doña, a lo que Rosario contestó: “Más bien debería preguntarme cuánto dormí. Esa debería de ser la pregunta de los que andan por aquí”. Aunque Rosario se expresaba entre risas, Juana no pareció compartir su humor matutino. “Yo estoy igual o peor que usted. Trabajo más duro que los bueyes del campo, y ni aún así doy contentillo a mis patrones”. “Bueno, el trabajar con el intendente de la ciudad no ha de ser misión para los débiles, por lo que debería de estar agradecida de ser aceptada ahí”. Fue en este momento cuando Juana, echándose hacia atrás el cabello negro y sucio que salía por su frente, soltó todo lo que tenía dentro: “Ni que agradecida ni que los mil infiernos. Esos gachupines hijos del mismísimo Satanás son unos malditos. ¡Cuánto sufrimiento hemos vivido toda la gente de este pueblo que parece como si Dios nos hubiera abandonado a nuestra suerte! Por mí, que mañana amanezcan muertos. Y tú, ¿de qué hablas, mujer? Si se te ve en la mirada tristeza y cansancio. Parece mentira que te dirijas a ellos como tus santos protectores. Yo si fuera tú, no podría controlar mi odio”. Después de una pequeña pausa, Rosario, que estaba perpleja por las maldiciones que lanzaba al viento, sólo pudo contestar: “Yo estoy bien como estoy”. Harta de escuchar las fanfarronerías de la mujer, se dio media vuelta, pero Juana la siguió, diciendo: “Pues digas lo que digas, las cosas andan mal. Mis patrones, según me ha contado doña Brígida, la sirvienta más cercana al intendente, están más que nerviosos por las noticias que han recibido últimamente. Tal parece que una muchedumbre que viene de Dolores y que va cobrando más y más fuerza, anda arrasando con todo. Ya han pasado por Celaya e Irapuato y parece que se dirigen hacia acá. Según esto, un cura unió a la gente para rebelarse contra el gobierno y los opresores. Parece que al fin los gachupines caerán cual serpientes. Vamos a ver si tus salvadores pueden con estos hombres del cielo”. Juana, satisfecha de haber puesto en su lugar a la sumisa de Rosario, dio vuelta a la derecha y desapareció entre la gente.
Rosario siguió caminando hacia la hacienda, hundida en sus propios pensamientos. ¿Era verdad eso de la muchedumbre que venía hacia la ciudad? Tal vez era puro invento de doña Juana, pero esa situación explicaba perfectamente el comportamiento tan peculiar que habían tenido sus patrones durante los últimos días. Siempre veían a todos con temor y desconfianza. Al entrar a la cocina, escuchó los gritos de la señora Amalia. “¡Rosario, Rosario! ¡¿Dónde te has metido mujer?! ¡¿Cuántas veces te he dicho que no pierdas tiempo después de ir a misa?! ¡¿Qué no te das cuenta de todo el trabajo que se tiene que hacer por aquí?! Y ya te dije que no hables con la gente de por ahí, que está llena de odio y blasfemias. Que no se vuelva a repetir, y prepara el almuerzo cuanto antes”. Rosario asintió con la cabeza agachada, y se esperó hasta que la señora saliera de la cocina. No se sintió mal ni se preocupó. Ya estaba acostumbrada a ese trato. “Esto es mejor que estar sin nada”, pensó una vez más.
Durante los tres días siguientes Rosario vio a sus patrones reuniéndose en secreto con otros hacendados de la ciudad, para hablar de la amenaza que se acercaba. En una ocasión Riaño, el intendente, acudió a una de estas reuniones. “No hay de qué preocuparse. Contamos con el ejército realista para defender nuestros derechos. Nos adentraremos en la Alhóndiga de Granaditas, y permaneceremos ahí, mientras negociamos con esa gente. Además, conozco personalmente al cura Hidalgo, por lo que se podrá dialogar con él”. A pesar de la calidez de sus palabras, Rosario notaba que sus patrones no estaban tranquilos.
Eran las siete de la mañana cuando la profecía se cumplió. Rosario se encontraba en la cocina muy metida en sus deberes cuando escuchó que sus patrones, junto con su hija Lucrecia, salían a toda prisa. Estaba desconcertada, por lo que decidió salir y ver hacia dónde se dirigían. Lo que Rosario vio en ese momento la alarmó. La gente corría desesperadamente por todas partes. “¡Rápido, rápido, todos a la Alhóndiga!” gritaba un señor bajo, pero que claramente era de clase alta. Rosario veía a toda la gente importante dirigirse hacia donde estaba la Alhóndiga, que no quedaba muy lejos de la hacienda. Respirando hondamente, caminó unos pasos para ver si distinguía lo que estaba pasando. Un labrador se le acercó: “Tengo miedo, mujer, mucho miedo. Dicen que unos malvados se acercan hacia acá. No quiero morir, no quiero morir. Huiré, y usted debería hacer lo mismo”. El hombre se inclinó rápidamente y siguió su camino a paso rápido. Ella también sentía un poco de temor, pero su curiosidad era mayor, por lo que decidió acercarse al granero.
Ahí estaba Rosario, con todos sus recuerdos, a las afueras de la Alhóndiga. Alrededor podía ver y escuchar a la multitud que venía de Dolores y los campesinos del pueblo, irradiando ira. Eran tantos que se sentía intimidada, pero esa euforia recorría todo su cuerpo. De repente, escuchó que un hombre decía: “Durante muchos años, han sido víctimas de la injusticia y la opresión. Los hombres que están refugiados ahí dentro han sido parte importante de su infelicidad. Por ejemplo, ¿han sido tratados cual animales por fallar en algún deber?” Todos gritaron que sí, pero Rosario sólo asintió en su cabeza. “¿Han sido tratados como una bestia que sólo sirve para trabajar?” Todos gritaron que sí. Rosario volvió a asentir para sus adentros. “Somos partidarios de la libertad, y si las personas que están dentro no nos apoyan, entonces son nuestros enemigos. Todos contra ellos”. En ese momento, la gente se puso más eufórica que antes. Gritos como “¡mueran los gachupines!” y “¡viva la libertad!” se oían por doquier. Rosario veía a la gente comportarse como bestias, sentía grandes emociones y varias ideas corrían por su cabeza. “¡Por supuesto que es cierto que nos tratan como animales! ¡Por supuesto que no tenemos libertad! ¡Por supuesto que me gustaría ser feliz y dejar de ser tratada como una simple criada! ¡Esos… esos… gachupines deben... deben… morir!” Algo cobraba fuerza dentro de ella. Al igual que los demás, empezó a golpear la Alhóndiga para que los que ahora eran sus mayores enemigos pudieran salir.
Así se mantuvieron durante mucho tiempo; las malas palabras y las maldiciones inundaban la atmósfera de aquella ciudad. No fue hasta que un hombre quemó la puerta de la Alhóndiga que los campesinos pudieron entrar. Rosario distinguió a doña Juana entre la multitud, con un machete en la mano. Vio a don Mariano, un campesino vecino suyo, dirigiendo su cuchillo hacia uno de los “poderosos”. El pueblo se aventaba hacia los gachupines. Viendo que todos hacían eso, ella también quiso lastimar a uno de ellos, a uno de esos enemigos. Y así fue que logró ver a una joven de cabellos dorados que parecía atemorizada por la gente que atacaba a los suyos. Rosario se empezó a acercar lentamente para que no la viera. Cuando estaba a tan sólo dos metros pudo distinguir que era Lucrecia, la jovencita a la que había servido desde que ésta era una niña. Sin pensarlo dos veces, la agarró del cuello. Lucrecia pedía clemencia, pero Rosario estaba disfrutando ese momento. En verdad lo disfrutaba.
La joven ya estaba casi inconsciente, cuando, de repente, Rosario se detuvo. Algo le había golpeado en la cabeza. Era tan fuerte el dolor que dio un gran grito. Se alejó, y se recargó en una de las paredes de aquel lugar. Los gritos de la chusma continuaban. Su ligera mano tocó la parte de la cabeza donde había sido golpeada. Pudo sentir la sangre que corría. Rosario se quedó perpleja. Era como si ella estuviera de vuelta, dejando a un lado al ser que había estado presente momentos anteriores. No podía creer lo que había estado a punto de hacer. Ella, una servidora de Dios, había estado a punto de ahorcar a otro ser humano. Su cabeza daba vueltas y se sentía mareada. Todavía veía a gente siendo torturada. Veía a los suyos desgarrando el alma de los otros. Rosario no paraba de preguntarse cómo era posible lo que estaba viendo. No paraba de pedir perdón a Dios por haber sido poseída por el demonio para cometer esa clase de actos. Cada vez se sentía más indefensa y débil. Estaba aterrada. Avergonzada y aterrada. Comenzó a llorar de dolor. Era un martirio ver tanto sufrimiento. El cansancio la dominaba. “¿Es posible que se vuelva a repetir esto algún día?, ¿este cruel y frío martirio?” El ruido se extinguía lentamente. Sus ojos se cerraban para siempre de ese suplicio.