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viernes, 15 de octubre de 2010

Un General no tan Nacional de Gerardo S.

Sale el sol y el General, ex presidente, héroe y villano, Trinidad Anastasio de Sales Ruiz Bustamante y Oseguera, admira ese día soleado, ese 6 de septiembre de 1853. Recuerda con cierto descaro todas las fechorías, las traiciones y ¿por qué no?, también sus triunfos. De repente, comenzó a ver su vida, pero no con sus ojos ni con los de nadie más, sino con los del destino, aquel destino que, aunque nunca visto, siempre determinaría para bien o para mal el curso de las vidas, de la historia, de aquel hombre postrado en una cama del pueblecito de San Miguel de Allende.
Su mente podía recordar hasta las más vagas memorias, por más tontas, ilustres o atemorizantes que fueran y lo mejor de todo es que el tiempo pasaba con una lentitud exquisita, ni muy rápida como para no dar cuenta de los actos, ni tan lenta como para perder la noción del tiempo.
Sus recuerdos comenzaron a aflorar en un día soleado, con algunos pacientes en el hospital donde él trabajaba, su profesión original había sido la Medicina, aunque él siempre sintió cierta inclinación por lo militar, nunca supo por qué, no por sádico, sino por el ingenio que requería.
¡Cómo añoraba su infancia con sus amigos en su querido Jiquilpan, Michoacán! Pero ya había pasado casi una vida después de eso. Sin embargo, no se podía quejar después de semejante vida que tuvo. Probablemente no hubiera pensado en su realidad presente, mientras estudiaba en Guadalajara la “honorable” carrera de Medicina en la Real y Pontificia Universidad de México; ¡cómo se rió aquélla vez que a su amigo Valentín Gómez Farías, compañero de aula, gritó como un bebé sin su madre cuando, al realizar una autopsia, el estómago hinchado del muerto explotó rociando a su desafortunado amigo de una asquerosa mezcla entre comida sin digerir y lo que parecía ser pus y jugos gástricos! Ahora, tras conjurar ese recuerdo, éste hombre ya decrépito, hizo una mueca que sería muy probablemente una sonrisa nostálgica.
¡Qué alegría tuvo ese día en que se tituló como médico! Al parecer tenía talento para eso, al menos tendría pan en su mesa, a diferencia de los sirvientes que iban todos los días con desgana a las casas de los nobles de la ciudad.
Probablemente su vida habría transcurrido de una manera muy llevadera como director del Hospital San Juan de Dios, buenos tiempos aquellos, conociendo gente distinguida, como Don Félix María Calleja, por medio de su esposa Doña María, encantadora mujer, pero no de su tipo: él prefería a las jóvenes solteras.
El Sol ya había salido completamente, pero debían de ser aún las 7 de la mañana y Anastasio decidió ir a pasear por los jardines de los alrededores, el tacto de las flores y el sonido de los insectos que, despertándose de una húmeda noche comienzan sus tareas diarias, le trajeron el olor a curaciones herbales en el hospital que dirigía en Guadalajara; los indígenas, había que reconocerlo, eran buenos herbolarios aunque algo atrasados. Recuerda que fue una de esas tardes tranquilas en las que aprovechaba para salir a dar la vuelta cuando llegó un mensajero para informarles de la infausta noticia de la invasión de los incontables Ejércitos Napoleónicos a España, menos mal que ellos estaban del otro lado del mar, pero al parecer en su querida Nueva España ya había quienes se querían aprovechar de la situación. Ese día soleado, aún con el olor a hierbabuena y manzanilla, Anastasio Bustamante decidió cambiar su suerte de galeno por el olor a pólvora y cuero mojado. Se preguntaba, mientras firmaba su enlistamiento a las fuerzas realistas “¿este camino será el correcto?” Sonrió para sus adentros, “no, no lo fue”.
Era un día cualquiera, el ahora Teniente don Anastasio se despertó al sonar las trompetas, terribles noticias, 30 deserciones durante la noche. Su ánimo realista flaqueaba, ¿de qué le había servido tanto tiempo de penurias si sólo veía cómo las filas de sus tropas iban achicándose a una velocidad alarmante, y por si eso fuera poco, sus soldados morían por los ataques insurgentes o de las enfermedades cada vez más mortales y numerosas?
Ya iba subiendo el Sol y don Anastasio comenzaba a cansarse, ¡cómo añoraba los viejos tiempos en los que cabalgaba con todo un regimiento de dragones al encuentro de insurgentes, realistas o texanos, bellos tiempos aquéllos! Decidió volver a su cuarto porque igualmente sus pulmones no podían soportar tan “larga” caminata.
En la larga mañana de ese memorable (al menos para los demás) 10 de febrero de 1821, Anastasio Bustamante, vestido con galas de fiesta, observa no con cierto desdén aquél abrazo entre Agustín de Iturbide, su general, y Vicente Guerrero. Aquello le dio asco, le recordaba a una amante que tuvo que simplemente le engañó con un marinero frente a sus ojos, no pudo soportar la ira y en ese momento y con su propio sable mató a aquél pobre marinero. El único inconveniente en éste caso es que no podría matar a su General ni a Victoria, porque acabaría en el suelo muerto, atravesado por demasiadas balas para poderlas contar. La venganza se la cobraría en frío. Pero para qué pensar eso en un día tan bello, mejor se iría a acostar y dormiría una apacible siesta soñando en sus años como comandante en jefe de realistas, insurgentes y, posteriormente, mexicanos independientes.
− ¡Fuego! −Ordenó− ¡Ataque con caballería! −El General Anastasio Bustamante, ahora insurgente por contrato, dictaba órdenes. ¡Qué bien se sentía el poder!, tal vez algún día podría tenerlo en mayor proporción, pero paciencia, paciencia…
−¡Mi general! Nuestras tropas no pueden tomar la iglesia− En sueños, Anastasio suspiraba como lo hizo esa vez que no podía sacar a la chusma de realistas de una iglesia de Azcapotzalco, cuando lo salvó aquel soldado, ¿Cómo se llamaba? ¡Ah claro!, Encarnación “Pachón” Ortiz, que intentando conquistar él solo el atrio de la iglesia, fue asesinado por 100 fusiles realistas. Sus tropas, no por órdenes sino por furia y convicción al ver a su compañero morir por la causa, tomaron la iglesia a golpe y bayoneta, qué suerte tuvo, aquella escaramuza fue la última batalla antes de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. Aún a sus 73 años, portaba la insignia de distinción militar que su General Iturbide le puso en el pecho ese mismo día ¡Ah cómo extrañaba a su general! Pero bueno, al pasado no se le mira con nostalgia sino con orgullo y así fue como despertó de golpe, más por orgullo que por miedo: aunque su enfermera sí se asustó, ya estaba acostumbrada a esos ataques de orgullo del otrora legendario Anastasio Bustamante.
−Señor, ya es hora de que venga a comer un poco− le pidió amablemente la enfermera al ensimismado general (así se hacía llamar aunque no pudiera ni subir las escaleras) pero Anastasio no deseaba comer, ¡Deseaba derrocar a Guadalupe Victoria!, ya le cobraba la deuda de honor que le debía. Y después de desterrar a su General no se libraría de ésta, y de hecho no se libró, su fama de implacable se hizo patente cuando sin piedad mandó fusilar al Presidente de la República. No por nada se ganó el apodo de Anastasio Brutamante, pero un simple apelativo no le hacía parar hasta que llegara a su propósito. Miraba la sopa que comía ¿A qué había llegado esto? Perdió el hambre y se fue a su cuarto a leer su diario. “Malditos, no saben qué es lo bueno para ellos, sólo saben llorar (…) nadie podrá resistirse a mí”. Probablemente aunque hubiera sido un Presidente legítimo le hubieran escupido en la cara, ¡Maldito Santa Anna! No sabe que soy yo quien manda y nadie, ni los estadounidenses podrían interponerse a su mandato aunque, recordaba con algo de melancolía, con un dejo de ironía, que fueron sus mismos compatriotas quienes lo quitaron del poder, pero al menos aprendieron que se necesita una mano dura y tropas suficientes para mantener al país en pie.
Se ponía el Sol, no sabía que había hecho antes, pero estaba acostado en su cama con gente a su alrededor, al parecer un sacerdote hacía una especie de oración, no se podía mover y no distinguía las cosas, todo se iba haciendo oscuro, o blanco, no sabía qué colores percibía ni el tiempo que pasaba, sólo veía su vida en un abrir y cerrar de ojos y sin embargo no veía nada. ¡Qué bello viaje aquél que hizo en Europa después de que el desgraciado de Santa Anna lo desterrara! Hermosos castillos, le habría gustado comprar uno de esos y regalárselo a esa dama tan hermosa ¿era casada o soltera, amante o prostituta? Lástima que no pudiera ver cómo acababa el país que él, Trinidad Anastasio de Sales Ruiz Bustamante Oseguera, con sangre y sudor, con furia y frustración, había forjado, no sabía que había pasado, pero de inmediato supo lo que vendría enseguida, ¡Qué ironía! Haber matado a tantos hombres para acabar muriendo él mismo de una manera tan aburrida. Al menos había escrito su testamento y sería llevado con su Generalísimo. Al final de sus recuerdos no había más que recordar y justo cuando no había nada más por recordar, no habría nada más por vivir.

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