Dirígete a http://www.asunciondemexico.com/

martes, 29 de septiembre de 2009

"Crepúsculo" Primera parte Gabriela A.

Vampiros
¿Quién no ha oído hablar de Drácula? La famosa historia creada por el novelista irlandés Bram Stoker en 1897 ha trascendido en forma de películas y como influencia para otros libros como Crepúsculo, hasta nuestros días. Se dice que el origen de Drácula se remonta al siglo XV con las historias del príncipe rumano Vlad Tepes, o Vlad “El Empalador”; este personaje histórico era conocido por su crueldad y por su gusto para torturar y matar por diversión y placer. Además, siendo hijo de Vlad Drácul (que quiere decir “Diablo” en rumano), adquirió su famoso nombre al agregar la terminación ulea (que quiere decir “hijo de” en rumano) al nombre de su padre, dando como resultado el famoso nombre de Drácula que significaría, por tanto, “hijo del Diablo”. Todo lo anterior, terminó por darle a Bram Stoker la idea general de lo que hoy todos conocemos como Drácula o como el estereotipo de vampiro, que el Pequeño Larousse Ilustrado define como “cadáver que, según la superstición popular, sale de su tumba para chupar la sangre de los vivos.”.

Algunas de las características principales que poseía el personaje ficticio de Stoker eran: apariencia y actitud seductora, fuerza sobrehumana, la capacidad de alterar el clima, debilidad causada por la luz solar, repulsión a los crucifijos, necesidad de ingerir sangre humana como única alimentación y la necesidad de dormir sobre tierra traída de su lugar natal dentro de un ataúd.

Por otro lado, Stephenie Meyer escribió Crepúsculo, una novela de amor entre un vampiro y una joven común y corriente. Obviamente, Meyer tuvo que basarse en el personaje de Stoker para crear a Edward Cullen (personaje principal de la novela y vampiro), pero hizo una serie de ajustes al personaje con lo que cambió el estereotipo mundial de un vampiro. Edward no sufría debilidad alguna al ser expuesto a la luz solar, no temía a los crucifijos, no necesitaba dormir en un ataúd y finalmente no necesitaba alimentarse de sangre humana.

Drácula y Edward Cullen poseían, sin embargo, características importantes en común; siendo las principales la fuerza sobrehumana y la capacidad de ejercer una seducción y atracción física enorme sobre otras personas, siendo extremadamente bien parecidos a pesar de sus ojeras y palidez. Parece que una característica esencial de los vampiros sería destacar entre las demás personas por su “superioridad” en cuanto a habilidades, bienes materiales y cualidades físicas.

domingo, 20 de septiembre de 2009

"El elevador" de Santiago B.

No hay situación más simple ni más cotidiana que la típica espera por el elevador, uno aguarda, después lo monta y se va, situación que no dura más de unos 2 minutos, ya haciendo estipulaciones exageradas.
Uno pica un botón en la pared, éste se prende y comienza la espera, aguarda en un cuartito, una pequeña sala, o tal vez en un lobby o una estancia poco más grande o más pequeña, el tamaño es lo de menos.
Un ruidito anuncia por fin que la caja gris llegó, la señora corre (por decir alguien), disimulando caminar y se abalanza a ocupar la mejor plaza dentro del cubo metálico, no sin antes haber picado otro botón, éste para indicar el piso al que se desea ir. Es aquí cuando empieza lo verdaderamente interesante. Las demás personas que comparten el elevador no saben qué hacer; una tamborilea los dedos, otra quizá se tambalee un poco sobre sí o cruce los brazos, a veces una musiquilla que no resulta masque molesta acompaña los pensamientos de los elevadorcistas, que no hacen otra cosa más que pensar, el elevador es el típico ejemplo de lo que hacen con sus vidas, pero pensar tanto es en realidad no pensar, y no pensar esto o contradecirlo resultaría absurdo, díganme si no, ustedes lectores, porque el que vive es el mejor pensador, y aquellos elevadorcistas no viven, no piensan.
El elevador es la vida a escala, y aunque resulte increíble es cierto, el elevador es un ejemplo de lo que hacemos con nuestras vidas. Y es como la vida misma, unos suben, otros llegan, uno mismo se va, pero regresa, tal vez a otro elevador, tal vez después de un minuto, 20 pisos ó 3 años pero uno vuelve, se sube de nuevo, se reencuentra con personas que ya vio en otros elevadores, pero después vuelve a esperar, aguarda de nuevo sin pensar…
…Finalmente llegó, de nuevo un “rin” anunció su llegada, ¿A qué? ¿Por eso tenía prisa?, para salir de la incomodidad de tener al fin un pequeño espacio para vivir, para observar, no ver, a los demás elevadorcistas, las demás personas que rodean su mundo. Se baja sin mirar a los demás y continúa su camino a donde ni ella sabe donde.
Cada día llegan y llegan más personas, casi todas ansiosas por bajarse, pero digo casi porque de vez en cuando se sube una persona que realmente vive, a veces cada minuto, a veces cada 20 pisos o hasta cada 3 años. Yo intento ser una de aquellas que cuando le toca esperar, subir, volver a esperar, y bajarse lo hace por vivir, pero no voy a mentir, he sido de aquellos elevadorcistas que sólo piensan y no lo viven, por eso mencioné la palabra “intento”. Y analizando de nuevo, recapitulando, que es la vida sino subirse a un elevador, luego a otro y a otro y a otro…


Les presento el Alcázar de Toledo ¿Podrán escribir algo sobre él?

"El día en que los relojes se detuvieron" de Sofía S.

El día en que los relojes se pararon, la vida comenzó, los hombres dejaron de preocuparse y el agua fluyó vivazmente otra vez. El día en que los relojes se detuvieron, el empresario se dio cuenta que era padre, la madre se dio cuenta de que era mujer, y el niño recordó que lo unicornios existían. Cuando los relojes dejaron de avanzar, la gente se preguntó qué eran esas tiras de papel teñidas de distintos colores y estampados, que se encontraban dentro de sus bolsillos. Los relojes pararon y la gente escuchó seres que cantaban y vio destellos en el cielo. El día que los relojes se pararon, la vida comenzó, los hombres dejaron de preocuparse y el agua fluyó vivazmente otra vez.

lunes, 14 de septiembre de 2009

El deceso del tiempo


El día en que los relojes se pararon fue el día que me di cuenta del engaño en el que vivía. Tantas horas estuve estresado pensando en que tenía que terminar cierto trabajo para cierta fecha; tanto esfuerzo me costaba tener que esperar cuatro horas en la casa de mi suegra, escuchando sus conversaciones acerca de sus día de juventud y belleza; tanta tristeza sentí cuando me dijeron que a mi hija sólo le quedaban cuatro meses de vida.

Toda mi vida he estado dominado por el tiempo. De pequeño tenía treinta minutos para comer, media hora para asearme, una hora para estudiar, dos horas para jugar, ocho horas para dormir… en fin, mi vida ha sido desde siempre dominada por el pequeño reloj blanco que me obsequió mi padre días antes de que muriera en ese accidente. Incluso el tiempo dominó la espera entre aquella tragedia y su muerte. Pero ahora el engaño ha acabado; la opresión ha desparecido, porque puede decir felizmente que el tiempo ha muerto.

Esto fue una guerra que empezó desde mi nacimiento, pero no he sido el único en el frente de batalla, sino han participado muchos hombres. Desde siempre hemos peleado contra el tiempo, y al fin hemos salido victoriosos. No más límites de pago, no más horas de trabajo estrictamente marcadas, no más espera de una muerte anunciada, porque el tiempo ya no nos rige, y vuelvo a decir gloriosamente que el tiempo ha muerto.

Cuando nuestras campanas dejen de sonar de Beatriz A.


Entre las montañas Perdidas y el volcán del Cuerdo existió alguna vez Polotitlán, cerca de lo que hoy es Puebla. Aunque está borroso el recuerdo, aún puedo ver la plaza de toros Sevilla, en la que me enamoré de Justo Hernán. Era un domingo, me acuerdo bien, dolorosamente caluroso, y el sol nos azotaba a todos en la cara. Era la época en la que todos íbamos a ver los toros después de misa de doce. Era el tiempo en que los liberales estaban en el poder, pensando que con sus leyes iban a poder aplacarnos a todos. Ilusos.
Ese día, por la mañana, mi mamá me había levantado a las cuatro, para que me diera tiempo de lavar la ropa, la cual dejé por tratar de controlar a mi hermana Josefina. Siempre he pensado en ella, la mayor de las cinco ‘desalmadas’ (como nos hacíamos llamar), como la única mujer verdaderamente libre que haya conocido. Era la más guapa, tenía la piel dorada como ninguna y unos ojos negros que en su brillo parecían únicamente ser comparables con el sol; cada vez que se movía, su cercanía me hacía sentir bendita, igual le pasaba a medio pueblo, porque la otra mitad la conformaba el ganado y los frailes Dominicos, aunque sospecho que ellos también sentían que el alma se les desgarraba al oírla en el confesionario: una vez los escuché discutir sobre quién tenía más derecho a oír sus tiernos pecados.
Recuerdo esa noche, es lo único que he conservado en mi corazón de loca, a pesar de todos estos años. Josefina estaba linda, se había puesto el vestido azul porque era sábado y como había mercado, “las desalmadas” nos vestíamos de ese color para destacar entre los mares de flores y de verduras que, como decían los vendedores, parecían brillar solamente para arrancarnos un pedacito del cielo que traíamos puesto. Así éramos, porque nos sabíamos más bonitas que los atardeceres en el monte, porque habíamos contado la cantidad de miradas que levantábamos las cinco al caminar por la avenida principal, porque éramos hijas de Don Melchor, el gobernador de Polotitlán, que sabía sólo de vacas y cabras, con excepción del ocasional truco de batalla que le había hecho ganar el puesto, tras el triunfo de la revolución de Ayutla.
Creo que nunca le importó mucho a Josefina que fuera sin lugar a dudas la más bella de nosotras; ella amaba a Jimeno y Jimeno amaba el corazón de Josefina. Por eso no me sorprendió que por fin llegara el día que ella se saturara de tanto amor. Ya la había visto hablando con Jimeno, como si fuera la única persona que pudiera detener el tiempo, solamente con preguntarle en qué pensaba. Aunque el General Muyseco, como le solíamos llamar a mi papá, por el supuesto régimen que él pensaba que llevaba con nosotras, le prohibió verlo, a ella le dio igual, hacía lo que le daba la bendita gana y nunca le importó que la vieran como la descarriada. Jamás le rindió cuentas a nadie y creo que por esa razón logró vivir en el presente.
Justamente de eso me habló ese sábado de su partida. Yo era su hermana favorita, decía que era la única que tenía corazón de guerrillera, aunque a veces se lo escondiera al mundo. Me dijo que había encontrado en Jimeno lo que le faltaba para poder morir y revivir otra vez ; me dijo que eso tenía que buscar yo, que no me pedía nada más, me dijo que me fuera, que me perdiera para encontrarme nueva y satisfecha, que no me hiciera la loca, ella sabía que en el fondo, yo me moría por escaparme, por dejar de ser esa niña perfecta, fatalmente vacía y llenarme de mujer libre y enamorada.
Josefina estaba más roja que un rábano hervido y olía aún peor, cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que Muyseco le había visto con Jimeno, pero le había visto en serio, le miró las piernas, el vientre, en fin, le había visto como la trajo al mundo el Dr. Chabel; y a Jimeno le vio menos, pero igual presintió que lo que le faltó de ver, no estaba muy tapadito.
-Ay Josefina, y ahora ¿Qué piensas hacer?- le pregunté, sabiendo perfectamente lo que me iba a decir. -Pues me voy no porque me quieren matar a Jimeno, me voy porque no encuentro más excusas para quedarme aquí y no vivir con él-. En ese instante me di cuenta de lo que significaba para mí, no había nadie que me entendiera como Josefina, en realidad yo le quería más que a cualquier persona. -¡Pero yo no sé como explotar de amor, Josefina, no sé como decirle al General que me quiero ir de aquí, qué tal si me mata, qué tal si te mata a ti!-. -Tú te vuelves loca antes de que el General te mate, me consta. Respecto a mí, no te preocupes, ya viví lo suficiente esta noche como para regalarle mi alma al primer perro que encuentre. Y de qué te preocupas por morir, si ni has empezado a estar viva, cuando encuentres esta gloria que yo siento, vivirás hasta que las campanas de tu corazón dejen de sonar-.
Eso fue lo último que le oí a Josefina, antes de que la encontrara de nuevo, muchos años después, en otra casa. En ese entonces no sospechaba que mi propio destino me acechaba a la vuelta de la esquina, preparado para sorprenderme con inesperados eventos que terminarían por llevarme a la casa blanca de los pinares, en la que vivo ahora.
El domingo, después de la precipitada salida de Josefina y Jimeno en una carreta cargada de manzanas que se dirigía a la capital, yo me encontraba en la Plaza Sevilla. Toreaba Félix María Zuloaga el ‘Ciego’. Si ese domingo yo no hubiera estado distraída pensando en las últimas palabras de Josefina y en cómo carambas iba a contestarle al General cuando me preguntara dónde estaba el mal nacido de Jimeno, tal vez hubiera puesto un poco de mi habitual entusiasmo en las hazañas del “Ciego” Zuloaga. Siempre me había encantado ver cómo se deslizaba por la arena, timando a los toros de los Gonzáles como si estos fueran unos insignificantes cabritos. Ese día fue diferente, por culpa de Josefina, quien ocupaba mi mente y me la llenaba de preguntas, y por culpa de Justo Hernán, que inesperadamente se me metió en el alma sin que Dios se lo mandara. Él era el mejor amigo del “Ciego”, como constaba a todo el mundo, también sabíamos de los destrozos que iban a hacer en las tierras de los Malvido, cada vez que el torero se recetaba un triunfo y le invitaba mezcales, con los 200 pesos de premio. Pero nunca sospeché que Justo me podía quemar el pecho con sólo hablar. Lo sentí por primera vez cuando salimos de la plaza de toros y me gritó desde el puesto de doña Mercedes: ‘Tú pa’ a qué vienes si ni ves al toro, reina, nomás te vienes a gastar tu tiempo mientras esperas que alguien te lo explique todo’. Jamás alguien me había hablado sin dirigirse primero a mi papá, para buscar en su mirada aunque fuera un poco de aprobación. Me latió tan fuerte el corazón que sentí que traía una campana dentro que se estrellaba cada dos segundos contra mis costillas, creando un sonido tan fuerte que, pensé, todo el mundo alrededor se me quedaría viendo y diría - ¿Y ahora tú?, ¿no que muy desalmada?, se nos hace que nos habías estado escondiendo un corazón’. Le contesté, esta vez desde la esquina de la panadería del mar, -Y tú por qué andas viendo cómo gasto yo mi tiempo y cómo sabes que no entiendo algo aquí en mi cabeza-. No me había dado cuenta, en lo que escuchaba mis indeseables campanadas y deliberaba mi mensaje, Justo ya había caminado hacia mí. -Te veo porque me gustas y lo que no entiendes no está en tu cabeza, está en tu corazón, ¿qué no lo oyes?-.
Dos meses y 34 encuentros recónditos más tarde, me di cuenta que amaba a Justo. Fue una tarde de marzo en 1857 y ya desde hace dos semanas él me había contado de las inconformidades que la mayoría del pueblo sentía contra la constitución que el presidente Comonfort acababa de declarar. Entre los descontentos, estaba “el Ciego Zuloaga”; Justo me dijo que su amigo siempre había sido de sangre caliente para el pleito y que tenía más que ninguna otra cosa, la capacidad para rebelar a todo Polotitlán contra Muyseco. Cuando yo le pregunté a Justo si se sentía descontento, me dijo que no había oído un mejor remedio para el México dividido que nos había tocado vivir. Me contó de la libertad de enseñanza, de imprenta, de comercio, de trabajo y de asociación. Me dijo que este ‘documento’, como le llamaba, volvería a organizar al país como una República federal. Entre otras cosas, incluía un capítulo dedicado a las garantías individuales, y un procedimiento judicial para proteger esos derechos, conocidos como amparo.
Nunca me había gustado más Justo, me habló como Josefina, me habló de libertad y derechos, me hizo sentir que yo era parte de este nuevo México. Fue entonces cuando volví a oír las campanas estrellándose otra vez. -Y tú, ¿ya le dijiste esto al Ciego?’- le pregunté con la poca voz que las campanadas me permitían emitir. -Bueno, tú estás tonta o no me has escuchado por los últimos quince minutos, el Ciego se rebela mañana, ya habló con los de la capital, van a ir al palacio, pero antes se echan a los partidarios de la constitución de aquí de Polotitlán, eso significa que el General ya está en su lista-. Casi le pregunto que quién era el General, pero gracias a Dios me acordé que ahora él también le llamaba así al Muyseco. -Ay caramba, yo que siempre pensé que nadie se atrevería a bromear con el General- le dije, sintiendo como si de pronto todas las campanas se hubieran callado para presenciar el siguiente giro que mi vida me traía. -¿Qué vamos a hacer?’ – le pregunté a Justo, sabiendo que él ya lo había planeado. -Nos vamos hoy mismo para Guadalajara donde vive mi tío Eustaquio, vive en el monte no hay mucho que hacer, pero entre eso y que te maten al viejo, pues está mejor-.
Recogí la maleta que ya tenía hecha por si un día Justo me pedía que fuera suya y no del General y nos fuimos esa misma noche para Guadalajara. No me despedí de “las desalmadas”, pero creo que me lo perdoné al día siguiente, cuando me di cuenta de que Josefina estaba en lo correcto otra vez. Las otras se fueron para la capital con el “Ciego” y su tropa. Emiliana, la menor de nosotras, se fue con “el Ciego” para casarse con él, después de que lo proclamaran presidente los conservadores y ocuparan la capital. Fue así como llegamos a formar parte del gobierno del presidente Juárez, quien al faltar Comonfort, asumió el poder desde Guadalajara, por estar ocupada la capital. En esos tiempos no había término medio, o eras conservador o eras liberal. Justo y yo nos volvimos liberales y marido y mujer también. Yo tenía 16 y el 23 años, yo era su todo y él me hacia sentir campanadas de vez en cuando. Las cosas empezaron a ahogarse en la rutina, nos veíamos consumidos por nuestra labor en el partido y los trámites que hacíamos para facilitarle a Juárez el regreso a la ciudad de México. Ya no me sentía suya, estaba sola en su compañía y sus discursos me empezaban a aburrir, se veían opacados por la innovadora genialidad del ‘narizón Juárez’ como le empecé a llamar en privado. A mí me gustaban sus ideas y su voz, me hacía sentir las campanadas que hace mucho Justo había dejado de provocar. A él le gustaba mi escucha, apreciaba los pequeños detalles que Justo nunca vio, como el hecho de que nunca más volví a vestirme de azul en Guadalajara porque según el marido, le daba migraña. Juárez me dijo que sola podía tomar mis decisiones, desde cosas simples como el color de vestido, hasta elecciones que cambiarían mi vida, como seguirlo a Veracruz para instalar su gobierno. Dejé a Justo con unas pocas palabras, fueron pocas porque teníamos el tiempo y el odio encima, así que decidí hacer nuestra despedida corta. -Ya no siento que el corazón me estalle al oír tu voz-, fue todo lo que le dije y mientras cerraba la puerta de madera pude escuchar su triste respuesta -Ya lo sabía reina, espero que alguien más te pueda explicar lo que sientes-.
Juárez promulgó las Leyes de Reforma. Yo me promulgué en estado de soledad extrema. Vivíamos mi alma y yo en la casa blanca de pinares, solas como nunca, en un silencio insoportable, hasta que llamé a Josefina. Vino sola, por supuesto, (Jimeno había muerto presa de un hueso de pollo durante la Guerra de Reforma) y de nuevo le vi ese brillo que me hacía sentir tan bien, tan libre y tan capaz de estar completa sin nadie más. Me contó de los cinco cielos que había visitado con Jimeno. Le conté como le había destrozado el corazón a Justo. Hablamos de todo y de nada, del General y de nuestros corazones. De los hombres que habíamos visto caer en la Guerra y de aquellos que deseamos nunca subieran al poder. Le conté del “Ciego”. Me dijo que ya sabía de sus destrozos en la capital, igual que en el terreno de los Malvido. Nos reímos diez días y nos embriagamos con nuestras lágrimas otros más. -Te extrañé- le dije, aunque ella ya lo sabía, -¿Te quedas a cenar?-, -No, gracias, ya me voy- me respondió, mientras yo veía las rejas abrirse para que la carroza pasara. Al voltear Josefina ya no estaba en el sofá.
A la mañana siguiente me entregaron una carta, venía sellada con el dos de agosto, exactamente un mes atrás. En pocas palabras, la carta me contaba cómo había caído presa del “Ciego Zuloaga!” después de ir con el movimiento reformista al decimosexto intento de retomar la capital. Me escribió lo mucho que admiraba mi corazón. Que ahora más que nunca extrañaba a Jimeno y hasta al General Muyseco, me dijo que había encontrado a Justo en la capital y que le había dicho que aún ahora, me amaba más que antes. Me dijo que su muerte no debía de afectarme, que pensaba visitarme dentro de un mes, viva o muerta, daba igual, nuestros corazones seguirían vivos hasta que sus campanas dejaran de sonar.

A DURAS PENAS DE ALEJANDRO G.


Como decía “el Tri”, yo rodaba sin importar de la vida, *no tengo penas ni amores, no juego, ni pierdo ni gano. Alegría y tristeza es lo mismo para mí, como no opino no me equivoco, en el ángulo de la vida yo he decidido ser la bisectriz y como metas no me trazo nunca supe que es un fracaso. No me interesa sentir. No me involucro en la pareja y así no sufro cuando me dejan, nunca quise a alguien en serio entonces no lloro en los entierros.
Como me pasaba todas estas cosas frías, me quedaba en el camino, como si no pasara nada, llegaba un perro y me pipiaba, el auto y me atropellaba, todo esto sucedía sin que me importara algo, pensaran que mi historia no tiene sentido, y tienen razón porque no quiero alcanzar algo, como les conté “en metas no me trazo”. Si quieren no me lean. Mándeme a volar, a mí no me importa pero para ustedes en un sueño, volar. Si quieren patéenme mientras van en camino al coche, pero no se olviden que a ustedes eso les puede suceder, sólo que de otro modo. Mientras ustedes van por su coche llegan señores un poco inmaduros y te patean y te sacan el dinero. Ustedes mismos saben que sin nosotros no sobrevivirían, no tendrían con qué construir su patrimonio, no tendrían asfalto o cemento, pero no me importa si quieren ustedes me pueden pintar caritas felices, pero yo soy serio, pueden trazar el mundo en mí, mas yo no valgo. Solamente les pido un favor, cuando me vean recuerden esto “que todos somos iguales, todas las cosas, no sólo por tener más valor o menos importancia que los otros nos pueden hacer los que se les pegue la gana, porque eso sí lo siento”.
Fin
*Fragmento de la canción “Así soy yo” del “Cuarteto de Nos”

jueves, 3 de septiembre de 2009

"Del otro lado" de CE

El silencio reinaba sobe las calles abandonadas de una ciudad a orillas del mar, un mar que desprendía olor a sal y olvido. La melancolía del lugar se leía en cada esquina, dónde las personas caminaban sin alma arrastrando sus penas y las pocas palabras que dejaban escapar en un corto susurro que se perdía eventualmente en el viento.

Despertó… Sophie abrió sus grandes ojos aceitunados, pero no entendió dónde se encontraba, se incorporó lentamente llena de asombro mirando a su alrededor en busca de algo familiar en aquel lugar que parecía estar pintado en distintas gamas de grises… El olor del mar rozó su mejilla, dejándose llevar entre su pelo negro, y sólo entonces recordó que ella pertenecía a eso que la llamaba tanto. Miró su vestido blanco que se encontraba cubierto de polvo, como si llevara ahí mucho tiempo. Bajó escalón por escalón con cierta cautela, dejando atrás el porche donde despertó y dispuesta a explorar aquella ciudad que le invocaba rastros de memorias, e imágenes, que sin embargo no tenían ningún sentido para ella. En su camino notó como la gente no se miraba a los ojos, sino que barrían el piso con una mirada severamente clavada en él, sus movimientos eran pesados y lentos, aún no entendía como es que había llegado a semejante lugar, caminó por el mercado, se paseó por callejones, hasta que llegó a un viejo muelle de madera.
Con un gran suspiro comprobó que aquel sentimiento de pequeñez era lo que la llamaba tanto, permaneció ahí, parada frente a la inmensidad de una capa brillante que la llenaba de vida, nunca entendió como es que al mirar su reflejo se visualizo sonriendo, pudo observar como el mar cambio de color con el paso de las horas, y se acompañó de todas las gaviotas que bajaban a comer moviendo sus hermosas alas blancas, intentó buscar el final de aquel mar tan calmado, pero sólo logró ver como su color se desvanecía hasta alcanzar el color del cielo y a pesar de sentirse intimidada por su grandeza, no se sintió sola.

-¡Sophia! ¡Sophia!- Gritó alguien a sus espaldas.
-Sophia, la he buscado por toda Barcelona…- Continuó aquella voz acompañada por el rechinar de la madera con cada paso, Sophie volvió la cabeza para mirar el origen de aquellas palabras, y se encontró frente a un viejo vestido de blanco, con las barbas cortas y un poco más alto que ella.
-¿Ernesto?- Le preguntó sin estar segura de porque conocía su nombre.
-Si niña Sophia, ¿quién esperaba que fuera?- dijo el anciano entre risas.
Sophie sonrió tímidamente lo tomó de la mano.
-Ahora bien, ¡vamos al faro! Hay algo nuevo- Le dijo a la pequeña
-¿Algo más?- le preguntó.
-¡Algo grandioso!- le dijo y juntos iniciaron el trayecto hacia el gran faro azul, de repente recordó todo excepto por el hecho de que hacía en aquel porche y porque es que nadie en aquel lugar sonreía, pero decidió concentrarse en pensar que era aquella sorpresa.
Sophie vivía en aquel faro, su padre era un gran comerciante que después de recorrer todo el mundo en busca de tesoros se quedó a descansar y formar una familia en aquella ciudad que alguna vez alumbró España por toda la energía y alegría que desprendía. Desde entonces viajaba poco y distintos objetos eran llevadas a aquel faro.

Al llegar alcanzar la puerta del faro, Sophie no dudó en entrar, tomó la perrilla de la perta y la torno lentamente, al hacerlo se encontró frente a un gran objeto, casi de su tamaño, de forma circular cubierto por una manta blanca, mil y una ideas pasaron por su mente, pero lo que descubrió estaba mas lejos de cualquier conclusión que podría haber rozado sus pensamientos. Sophie decidió seguir su instinto y quitar la manta lentamente… Era un marco dorado, que rodeaba un brillante espejo convexo, pensó en tocarlo pero algo le decía que mejor esperara una explicación mínima de su origen, o de que exactamente se trataba ese objeto.
- Veo que ya conociste mi nueva adquisición.- Le dijo una voz ronca desde las escaleras.
-¡Papá!- gritó Sophie sin poder contenerse, corriendo hasta las escaleras en busca de su abrazo.
-¿Dónde has estado pequeña?- le preguntó.
-No lo sé, pero dime ¿qué es esto?- preguntó Sophie sin ocultar su asombro ante el nuevo objeto.
-Este es un espejo muy antiguo, con un marco forjado de los metales de las cruzadas, aún no se secreto oculta- le dijo con gestos de complicidad, la pequeña volteó aún más asombrada en busca de algo que le diera una pista o algún rastro para desenmascarar aquel enigma que después de tanto seguía siendo un misterio.

"El cuchillo" de Santiago B.

El cuchillo




Hería a un objeto, no podía identificar qué, pero sí sabía que lo hería, ya que sentía el frío contacto con la materia, ¿inerte?
No quería hacerlo pero yo no soy capaz de controlarme, lo hace un ser; diría superior a mí en tamaño y pensamiento. Simplemente no tengo opción.
El sol se refleja en mí, es mediodía y aquel ser comenzará su rutina diaria.
Me toma y me utiliza para cosas terribles, a veces me siento culpable. Y he llegado a la conclusión que el ser que me fabricó, lo hizo con un mal propósito, ¿Y si no es malo?, ¿Cómo puede ser bueno lastimar?, tal vez él lo sepa, o yo increíblemente estoy haciendo cosas malas, porque en el fondo deseo hacerlas.
Dejé de pensar en esto y me concentré en otras cosas.
Después de un rato pensé: el ser que me obliga a hacer estas cosas terribles, es aún más terrible que las cosas que yo hago, no había nadie que pudiera contestarme ya que mis pensamientos sólo flotaban, no se escuchaban.
Transcurrieron los días y hasta las semanas, seguía haciendo mi terrible y arduo trabajo. Pensé en matarme, no sabía cómo, pero ya no podía soportar más esta agonía, que estoy convencido, es mayor a la agonía que yo causo.
Traté inútilmente hasta que desesperado me dije: cómo si puedo quitarle vida y lastimar a otros objetos, yo no me puedo lastimar. Y justo en ese momento de amargura, oí una voz, no sabía de dónde provenía, mas no era la del misterioso ser, de eso estaba seguro.
Aquella voz me dijo: tú no eres malo, tú ayudas.
Contesté: ¿Cómo puedo ayudar si yo lastimo?
-Tú no causas dolor, causas satisfacción, eres como un amigo o ayudante del gigante ser.
Reflexioné estas palabras pero no le creí, no podía ser cierto lo que decía aquella misteriosa voz. Y fue en ese momento cuando vi la oportunidad de tirarme y acabar este interminable dolor.
Luché conmigo mismo unos instantes hasta que lo decidí: me arrojé al vacío. Sentí el aire mientras caía, un buen momento antes de morir, pero desafortunadamente duró poco, menos de lo que pensaba, si es que lo había hecho.
En la cocina solamente se oyó el caer del cuchillo y cuando éste chocó con el piso, quebrándose en mil pedazos. – El pobre cuchillo nunca supo que lo que hacía lo hacía con un fin benigno- recitó la voz misteriosa.

"La Dorada Almendra" de Paulina B.

La Dorada Almendra

Los mejores tamales de la capital eran, sin duda alguna, los de doña Armida; despedían un olor tan singular que todas las mañanas me animaban a despertar al alba, para saborear el suculento platillo. En cuanto al mole, el poblano que traía Pepe Córdoba semanalmente, deleitaba los paladares de los capitalinos día tras día, no había ninguno como aquél. Si lo que querías eran las mejores gorditas o quesadillas debías comprar las de doña Luz, quién sabe como le hacía para que le quedaran siempre en su punto. Pero en eso de los dulces, la ganaba yo de todas, todas.

En 1805, mí padre abrió la dulcería llamada “La Dorada Almendra”, en honor al dulce de almendra, típico de la casa. Yo tenía seis años y disfrutaba especialmente de los muéganos que hacía mi tía Lulú.
Mientras crecía, escuchaba las conversaciones de mi padre acerca de las revueltas que, gracias a un tal cura Hidalgo y otro tal Morelos, harían de nuestro país, uno más justo. Como buen criollo, mi padre pronto se unió a la resistencia de la guerra de independencia. Recuerdo que se jactaba de haber visto el famoso abrazo de Iturbide y Guerrero, de haber entrado con el triunfante ejército trigarante a la capital. Para mí eso eran babosadas. Sólo significaba la pérdida económica de la familia y el cierre de la dulcería. Mi papá murió poco después de la consumación y me dejó como pilar y sustento de mi madre y mis cuatro hermanas menores.

Habiendo crecido durante la guerra de Independencia mi educación era pobre, y decidí hacer lo único que sabía hacer bien: dulces.
Reabrí la dulcería de mi padre con mucho esfuerzo, regateando por el local tan bien ubicado en la calle de Tacubaya, que para ese entonces pertenecía a un ex sargento del ejército de Iturbide. Para ganar el dinero organizaba pequeñas rifas de galletas de nuez, ates o chocolates de cacao Tabasqueño. Tras hacer los deberes del hogar que les correspondían, mis hermanas me ayudaban con la confección de las golosinas y atendiendo la dulcería. Así logre que se abriera de nuevo el negocio familiar, pronto, gracias a “La Dorada Almendra” el sabor del azúcar, del piloncillo, la nuez y la vainilla estaban en la boca de todos.

Me casé con Catherine McKenzie, una bonita muchachita, hija de un gringo que se había venido a México disque para comprar unas tierras que nunca compró. La boda fue sencilla, pero yo sólo tenía ojos para la bella Caty que sonreía con una cara todavía llena de inocencia infantil. Mi madre se rompió la espalda haciendo un mole oaxaqueño y chiles en nogada, una reciente creación mexicana, pero los invitados quedaron más encantados con las muestras de dulces que dimos al terminar la celebración.

Caty se unió pronto al negocio familiar y junto a Rebeca y Martha mis hermanas que para ese entonces eran las únicas que seguían solteras, se dedicaba a confeccionar los membrillos, dulces de leche, galletas, y yemitas; mi Caty también introdujo nuevos métodos para hornear las galletas y para confeccionar los turrones.

Para entonces ya estaba bien entrado el año de 1823, Iturbide fue desterrado y nadie parecía satisfecho con las políticas de su país recientemente liberado, todos se quejaban pero no escuchaban. El marido de mi hermana Ligia tenía unas ideas centralistas, que decía nos traerían un país como Francia, mientras que mi primo Bernardino trató de integrarme varias veces a lo que según yo era la logia de York, de aquellos que querían un régimen más liberal. La verdad nunca me importó mucho eso de la política, para mí, que me dejaran mi changarrito de dulces, y nadie me molestara, ahí que se pelearan entre ellos mientras yo hacía alegrías y dulces de amaranto, claro que los revoltosos mexicanos no quisieron hacer esto, pero no me daría cuenta hasta cuatro años más tarde.

En ese año nació Adalberto, un año después Josefina y Esther. Caty andaba como loca cuidando niños y horneando las obleas. Rebeca, que nunca se casó, la ayudaba en todo, pero como era demasiado para las dos, me permití darme el lujo de contratar a Hernán, un chamaco que nos ayudaría en la dulcería. Hernán mostró su diligencia en cualquier encargo que se le hacía y su creatividad en la confección de los tradicionales dulces de piñón, que no sé de dónde aprendió. Pronto el huérfano ya tenía una familia. Y la dulcería cada vez más famosa, tenía más golosinas.

Mientras había un atraso económico en la población en general, mi negoció florecía. El estado estaba en bancarrota y pedía préstamos a Europa, mientas que yo sólo pedía prestada a las Carmelitas su famosa receta de merengues.
“La Dorada Almendra” era la sensación de los capitalinos, los niños ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), los enamorados gastaban en chocolates blancos para sus novias, las señoras se deleitaban con las galletas de cochinitos y los cacahuates garapiñados, las viejecillas se chupaban los dedos después de comerse sus mazapanes y los esponjosos bombones, hasta una vez el mismo Guadalupe Victoria fue a la dulcería del Parián a comprar los recomendados polvorones, y a su petición, se le mandó a palacio, una bolsita de estos semanalmente con Hernán.

Todo estaba tranquilo, mi negocio, el único mexicano exitoso del mercado del Parián, iba en alza, hasta que en el terrible año de 1828, durante el conocido Motín de la Acordada, en el que dentro de sus interminables desacuerdos políticos se pelearon los partidarios de Guerrero y Gómez Pedraza, saquearon la dulcería, rompieron vidrios, muebles, pisotearon las pepitas y las cocadas, hirieron a Hernán, desgarraron el papel tapiz, se llevaron todo el dinero y también el cajón de cristal que albergaba los dulces de almendra, los que un día le habían dado el nombre a la dulcería.

En un abrir y cerrar de ojos el negocio que tanto me había costado construir, estaba en ruinas, todo el Parián era un desastre, parecía que un tornado había pasado por ahí, llevándose con él, especias filipinas, ropa inglesa, pasteles franceses y claro, mis dulces mexicanos.

Tengo el recuerdo tan claro de la dulcería de la calle de Tacubaya, mientras mis hermanas y Caty limpiaban el desastre hecho el día anterior, mis hijos trataban de rescatar las pocas frutas cristalizadas que aún no habían sido devoradas por las cucarachas o el mar de cajeta que había arrasado con el pequeño paraíso de golosinas, Hernán y yo sacábamos los hornos y muebles muertos por machetes, piedras y palos.

Mi vida como yo la conocía se acabó súbitamente, no más tardes paseando en la Alameda con los niños, no más noches leyendo al lado de la acogedora chimenea del hogar, no más evitar los rollos de los conservadores y liberales. Ahora todo estaba dirigido al bienestar de la dulcería a la que había dedicado mi vida, la volvería a sacar a flote. Confeccionaría los mejores acitrones, y dulces de leche, me cuidaría de las revueltas, volvería a salir adelante.

Y sí, con determinación volví a hacer mis rifas de higos, rollos de nuez y pasta de almendra para reabrir el local donde tenía su casa “La Dorada Almendra”, pero nadie parecía tan interesado en dulces como en los ideales políticos. Aún así logré mis objetivos un tiempo después con la nueva almendra de oro. Y aunque no era lo mismo de antes, estaba satisfecho de haber logrado algo por mí mismo, no como el pastelero Remontel que se quejó tanto de sus sesenta mil pesos perdidos en repostería, que nada más nos traería más problemas. Y no los necesitábamos. Remy, como le decíamos los tenderos del mercado, le regaló un excelente pretexto a su país natal para invadir mí país natal.

Habían pasado diez años. Llevábamos todo este tiempo con la nueva dulcería vendiendo palanquetas y camotes. Mis hijas ayudaban al negocio. Esther, mientras rechazaba pretendientes más grandes que ella; y Josefina, soñando despierta. Mientras Adalberto estudiaba lo que yo no pude. Caty ahora era enfermiza, fría e inexpresiva, era un ente que deambulaba por la casa y ya ni los dulces de anís lograban reanimarla. Rebeca en cambio nunca perdió su sonrisa, y no se cansaba de fabricar rollos de guayaba y jamoncillos de nuez.

Era un lluvioso abril y empezaron las discusiones con Francia, México rechazó las exigencias del país europeo por un trato preferencial en las relaciones diplomáticas, comerciales y de navegación, destitución y castigo de varios funcionarios mexicanos y la eliminación de préstamos forzosos a los ciudadanos franceses, por lo cual declararon la guerra, usando como pretexto las quejas del buen Remy, que huyó a su país cuando vio que todos los mexicanos se lo iban a acabar. Para finales de noviembre, el fuerte de San Juan de Ulúa que conocí de niño, se encontraba bombardeado, pero para marzo de 1839 la paz estaba firmada.

Esta vez no sólo era el país el que estaba endeudado debiendo a Francia una fortuna, yo también lo estaba. Había una crisis económica que se hacía cada vez más grande en el país, crisis para la venta de charamuscas y barras de nuez, crisis para pagar a los proveedores, crisis para mantener a la familia, crisis para pagar el doctor de Caty, quien murió poco después.

Para 1840 estaba desesperado y no sabía qué hacer. Decidí llamar a mis hijas, a Rebeca y a Hernán y darles las tristes noticias de que tendríamos que cerrar la dulcería en la que ellos con tanto fervor habían trabajado. No más muéganos para mí, piñones para Hernán, chocolates para Josefina, bombones para Esther, galletas para Rebeca ni Dorada Almendra para los mexicanos.

No me dejaron cerrarla, decidieron que no habíamos encontrado aún la golosina perfecta para endulzar los paladares de la ciudad. Estuvimos toda la noche en la cocina de la dulcería y para el final de la semana la cocina se encontraba tan desordenada como el país. Había esencia de vainilla regada en las sillas, chocolate amargo embarrado en las paredes, pepitas que crujían en el suelo, galletas quemadas sobre el horno, frutas escondidas en los cajones, mermelada ensuciando mis manos, y merengue en los cachetitos de Josefina. Pero en el centro de la mesa, al cual todos mirábamos abstraídos, se encontraba la delicia nunca antes concebida.

La nombramos mazapán de chocolate, no era como los mazapanes traídos de España hechos de almendra, eran mucho mejores. La verdad es que fueron un accidente: Rebeca experimentaba con azúcar glass y un poco de miel de maíz, Hernán le añadió un botecito de cacahuate recién molido en su charola, lo mezclaron y quedó como el mazapán tradicional, lo cortaron en circulitos, y lo pusieron en una charola, junto con los demás experimentos fallidos que no habían logrado superar a los anteriores dulces de “La Dorada Almendra”. Ahí fue cuando Josefina se tropezó y derramó su chocolate hirviendo sobre esta charola. Al enfriarse probó el mazapán recubierto y enloqueció al instante, todos tomamos una pieza, y nos dimos cuenta de que en esa charola se encontraba lo que por tanto tiempo habíamos buscado.

El mazapán de chocolate se convirtió en un pedacito de alegría para los mexicanos en esos tiempos truculentos. A nadie le importaban los abusos de Santa Anna o las administraciones fallidas de Bustamante cuando podían tener la nueva creación de mi dulcería en su boca. Los liberales y conservadores eran amigos en mi dulcería, mientras abrían sus mazapanes de chocolate envueltos en papeles de colores. La dulcería de la almendra de oro se volvió la más popular, y ni siquiera enfrentamos problemas en 1843, cuando Santa Anna demolió el Parián. En donde estuvieran los múltiples locales de La Dorada Almendra, se llenaban de niños que ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), de enamorados que gastaban en chocolates blancos para sus novias, de señoras que se deleitaban con los mazapanes y los cacahuates garapiñados, de viejecillas que se chupaban los dedos después de comerse sus galletas de cochinitos y los esponjosos bombones, pero claro, ahora siempre también se llevaban un mazapán de chocolate.

Para mí desde ahí, la vida fue un dulce.

Paulina
Mención Honorífica en el Concurso de Cuento Histórico de la Universidad Iberoamericana