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lunes, 10 de mayo de 2010

"Por siempre del pueblo" Primer lugar en el concurso "Personajes de la Independencia de México: cuento histórico" Natalie R.



Independencia. Una palabra hermosa, llena de un significado oculto que ninguno de nosotros entendimos hasta que aprendimos a pelear por ella; antes de que fuera demasiado tarde. Muchos de ustedes creerán que jamás viví la situación en la Nueva España de la misma manera en que otras personas lo hicieron. Pero se equivocan. Que fuera hijo de un rico comerciante español y de una señora de las principales familias de San Miguel el Grande no me impidieron el estar cerca de realidades diferentes a la mía. Sí, sí viví mi infancia con una gran cantidad de comodidades; pero siempre me permití ser parte del pueblo. Siempre me permití sentir.
No sé cuál fue la razón por la que me enlisté en la carrera de las armas, y si me preguntan qué me motivó, tampoco les puedo contestar con seguridad. Les ruego me perdonen por no tener respuestas concretas. Es tiempo de contarles una anécdota. Creo que de esta manera me podrán comprender de mejor forma. Permítanme ser sus ojos y sus oídos por un momento. Permítanme llevarlos a ese instante en el que decidí que pelearía por una causa más grande que la mía, que prestaría mis servicios para un fin mayor al mío.
Me encontraba sentado en la plaza de San Miguel el Grande, ya saben, esa hermosa plaza con el kiosco y las flores y la gente pasando de un lado a otro, respirando ese aroma tan distintivo, tan diferente, tan hermoso. Imaginen a los pájaros cantando, a la gente comprando fruta: papaya, sandía, melones, guayabas…de tan sólo pensarlo se me hace agua la boca. En fin, era un domingo en un paraíso terrenal, un día sagrado, un día donde se supone tendría que reinar la calma, pero no fue así. Esa burbuja de armonía fue reventada, desapareció en solamente unos pocos momentos, fue algo tan cambiante, tan efímero que su desaparición me molestó. La plaza se llenó repentinamente de un ruido atronador, un ruido que por más esfuerzos que se pusiera en detenerlo iba a ser imposible. La gente comenzó a correr, a salir despavorida de la plaza hacia las calles colindantes. No entendía lo que pasaba hasta que levanté la vista hacia la calle que se extendía ante mis ojos como una serpiente amenazadora. Venían los realistas con sus armas, sus uniformes y su socarrona sonrisa que quise borrarles de un bofetón. Eran una fuerza imparable y a pesar de todo, admirable. No podía negar que tenían un cierto toque de elegancia y muchas otras cualidades. Lástima que fueran cualidades que odiaba. Odiaba todo lo que representaban, y más que eso, lo que fueron, lo que eran, y lo que seguirían siendo. Comenzaron a aterrorizar a la gente, a perseguir señoritas, a saquear puestos. ¿Quiénes eran ellos para tener ese permiso divino?, ¿quién demonios se creían? Me levanté rápidamente de mi asiento y busqué con la mirada a la persona que denotara más poder, al general que estuviera a su mando. Divisé entre la asustada multitud a un hombre alto, fornido y de un porte despreciable. Sonreí para mis adentros, la vida me había vuelto a poner en su camino.
−¡Así que nos volvemos a encontrar!− le grité tratando de disimular mi ira. Un intento fallido, pues mi voz denotaba desprecio. El hombre ataviado en un uniforme elegante de color azul y rojo se volteó lentamente, sonriendo burlonamente, como si ya supiera de quién se trataba.
−¡Ignacio!, el placer de tu presencia me embarga− me dijo haciendo una señal con la mano para que sus soldados detuvieran lo que estuvieran haciendo y prestaran atención a la escena que ahora se desarrollaba en el centro de la plaza, una plaza que podría haber explotado por la tensión que albergaba.
−No hables de mi presencia Félix, habla de tu cobardía al pararte enfrente de personas inocentes que no tienen nada que ver con tu abuso de poder− coloqué una de mis manos encima de mi arma.
−¿Mi cobardía? Lo creo imposible. ¡Allende hablándome de cobardía!− sus ojos se encendieron de furia− ¡Hablemos de tu cobardía al abandonar Texas, de olvidar tus ascensos, de salirte del regimiento! ¡Hablemos de eso! − me gritó mirándome fijamente, creí que en cualquier momento me podría saltar encima, así que mantuve mi mano en mi pistola.
Volteé a mi alrededor para percatarme de la situación en la que me encontraba. Sin duda, una no muy favorecedora. Conté rápidamente y calculé unos cien hombres. No podría con ellos. Los Dragones de la Reina tardarían en llegar, para cuando lo hicieran, todo este asunto terminaría en una masacre innecesaria. Decidí medir mis palabras.
–Félix, sabes que tú y yo no compartimos los mismos ideales, simplemente decidí separar mi camino del tuyo. No me gusta la manera en que te mueves− y a pesar de que intenté que mi tono no fuera tan duro, volví a fallar. Era un hombre que odiaba. Y al parecer, el también, pues sujetó con más fuerza su pistola. Había gente contenida alrededor de la plaza, podía escuchar los murmullos.
−No te preocupes Ignacio, a mí tampoco me gusta la manera en que te mueves. No me gustan los débiles− y diciéndome esto soltó su pistola. No comprendí lo que pasaba hasta que escuché las botas golpear el pavimento. Giré mi cabeza a la calle que bajaba por la avenida principal y me topé con los Dragones de la Reina; no pudieron haber llegado en mejor momento. Levanté mi mano y les hice la señal para que aminoraran el paso. Los conté rápidamente y vi que mi regimiento estaba completo, pero aún así, éramos menos que ellos. Sabía que mis hombres rayaban en la excelencia en cuanto a sus entrenamientos pues yo los había preparado. Pero decidí no arriesgarme, pues Calleja había sido mi Capitán alguna vez, me había enseñado muchas de las cosas que hoy en día aplicaba. Era peligroso que me conociera tanto, y nada me garantizaba que sus hombres fueran torpes en la batalla. Aún así, no quería pelear. Sabía que este caso podía ser tergiversado de ser llevado ante una autoridad mayor y los que saldrían impunes serían otros. Malditos realistas.
Me paré en frente de Calleja y esperé notar algún atisbo de pelea, pero éste jamás llegó. Se me quedó viendo fijamente con unos ojos cafés que en el pasado, alguna vez, habían llegado a traspasarme. Ahora ya no me producían ningún efecto.
−¡Vámonos! −gritó inesperadamente− ¡se acabó la diversión! −y diciendo esto se volteó hacia mi persona y me susurró con un desprecio tangible y apenas audible para la gente que nos rodeaba− Nos volveremos a encontrar, no hemos acabado− y terminado esto, me escupió en los zapatos y regresó por donde venía. Lo vi desaparecer con el deseo de encontrarnos en un futuro más que lejano, próximo. Fue en ese exacto momento en donde sentí un calor especial en mi corazón y sentí que tenía que actuar pasara lo que pasara. Si de algo estaba seguro en mi vida era que no estaba de acuerdo con la situación en la Nueva España y, ¿saben algo? Es maravilloso el momento en el que se ha revelado tu destino.
Se podría decir que desde ese encuentro me inmiscuí más en la vida de la Nueva España, o por lo menos intenté conectarme con otras realidades diferentes a la mía. La situación estaba llegando a un punto de no retorno, la toma de las armas era inevitable. Se vivía una injusticia que encendía de furia mi ser. La situación de privilegios en la que vivían los realistas era execrable, totalmente deplorable. Fue por estas fechas donde conocí a un personaje digno de mencionar en mi vida: Don Miguel Hidalgo y Costilla. Ese hombre poseía la palabra más influyente que jamás he visto. Nadie puso objeciones cuando nos levantamos en armas el 16 de septiembre de 1810, cuando nos enteramos de un pequeño desliz en nuestro plan y cuando descubrimos que la fecha que habíamos fijado para comenzar nuestra lucha: el primero de octubre, ya no iba a ser llevada a cabo. La voz de Hidalgo era imparable. Lograba conjurar a una marea de hombres ávidos de escuchar lo que él tenía que decir, que no se satisfacían con las simples palabras, que buscaban otra manera de actuar, que buscaban acción. Hidalgo siempre se fue por la fuerza, había algo en él (que jamás descifré) que lo impulsaba a buscar las armas, a llevarlas a cabo. Yo, por otra parte, le juraba a los apresados que no les iba a pasar nada, trataba de proteger a las familias inocentes que se veían envueltas en una situación avasallante que no les correspondía. Me duele aceptar que no siempre tuve éxito.
Hidalgo cada vez acumulaba más triunfos, más títulos y yo siempre quedaba rezagado en su sombra. Él fue nombrado Capitán General, su servidor fue nombrado Teniente General. Él fue nombrado Generalísimo y yo Capitán General. Siempre me llevaba un paso de ventaja. Hay un rumor del que quiero hablar. Fue por estos tiempos en los que se dice que quise asesinar a Don Miguel Hidalgo, producto de grandes diferencias desde un inicio. Sí, acepto que no siempre concordamos en todo. Se dice que quise envenenarlo y que repartí tres dosis de veneno diferentes, en tres diferentes ocasiones. No lo afirmaré ni lo negaré. Me limitaré a establecer que no hay pruebas.
Después del desafortunado evento en Guanajuato, de la Alhóndiga de Granaditas, seguimos nuestro camino con la culpa sobre nuestros hombros. Jamás sostuvimos una carga tan pesada, o por lo menos yo jamás lo había hecho. No había sido capaz de controlar a 40 mil hombres. Nadie lo hubiera hecho. Después de tanto infortunio el cielo nos iluminó. Estábamos a sólo dos pasos de tomar la capital, nuestra más grande victoria. El punto culminante de nuestra Odisea. No logro comprender las razones por las cuales Hidalgo se rehusó. Echó cuesta abajo toda nuestra travesía. Creo firmemente que todo hubiera sido diferente de haber tomado la Ciudad. Después de haber mostrado ese acto de cobardía, nada fue lo mismo. Era como si pareciera que el mundo estaba en nuestra contra. Me vino a la mente mi encuentro con Calleja, y tenía razón: los débiles no se movían de la misma manera.

En el momento en que Dios se puso de mi lado, decidí marchar a Estados Unidos por armamento, después de todo, lo necesitábamos. Me refiero al momento en el que se le exigió la renuncia a Hidalgo. Creo que no está de más decirles que me gustaría contarles mi historia paso por paso, que comprendieran en su totalidad los eventos que me marcaron de por vida, pero no tengo mucho tiempo para escribir estas memorias. No espero que comprendan en este momento, solamente sé que lo harán tarde o temprano. Me complace decir que hemos llegado al punto culminante de la historia. Para marzo de 1811 ya nos encontrábamos en Saltillo. Cuando los hacendados de Coahuila se enteraron que estábamos por sus rumbos, decidieron poner marcha a su contrarrevolución. Los hacendados Sánchez Navarro pusieron armas, dinero y todo el apoyo necesario para llevar a cabo su plan: infiltrar espías fieles e incondicionales en las filas insurgentes, en mis filas insurgentes. El haber aceptado a esos canallas es uno de los errores más grandes que hemos cometido. Pero no nos adelantemos. Es hora de mencionar a otro personaje, y cabe resaltar que no es importante, sino deplorable. Por la traición de ese sinvergüenza, que no mencionaría si tuviera oportunidad, no me encontraría en donde estoy, pero es por eso que lo menciono, porque a él le debo mi actual situación. Ignacio Elizondo decidió cambiarnos por unas cuantas monedas, decidió ser el Judas de la historia. Ya se lo cobrará Dios en otro momento, yo ahora no soy capaz de hacerlo, me retienen otras circunstancias. Regresemos al momento que me trajo a mi situación presente.

Jiménez y yo veníamos en el quinto carro del contingente, como les había mencionado anteriormente, nos dirigíamos por armamento.
− ¿Crees que lo consigamos Ignacio? −me preguntó Jiménez.
− Pues yo creo que sí, nunca ha habido objeciones, aún así los gringos apoyan nuestra causa, si les pagamos no creo que nos lo nieguen− le contesté contemplando un cielo azulado que me recordaba a San Miguel.
− ¿Y si no nos alcanza? ¿No crees que nos la armen? − me volvió a preguntar Jiménez después de una pequeña pausa en la que volteó a ver a todos los hombres que nos acompañaban.
−Si nos va a alcanzar muchacho, tú no te preocupes, déjame las negociaciones a mí, te prometo que lo vamos a lograr −y me percaté del silencio que nos estaba comenzando a rodear.
− Pues espero que sí Nacho, porque venimos bien cansados, se nos están acabando las provisiones −replicó con un evidente tono de cansancio en la voz. La tranquilidad estaba comenzando a afectarme. Tenía un presentimiento extraño.

−Lo sé Jiménez, pero ya vamos a llegar, no falta mucho −y fue en ese momento que me invadió la incertidumbre. ¿Por qué no había ningún sonido cercano? No puedo explicar la sensación, pero es evidente el momento en el que sientes que algo no está bien.

−Papá no pongas cara de preocupación, ¿estás bien? − me volteó a ver mi hijo, con unos ojos que me recordaban a los de su madre, cómo había querido a esa mujer.

−Si mijo, ya anda, voltea para otro lado, son tonterías −dije tratando de usar mi tono más tranquilo. No quería preocuparlo, después de todo, para mí era un niño.

−Bueno, nada más no pongas cara de consternación que nos andas preocupando a todos sin ninguna razón −y me sonrió. Contemplé la sonrisa que me había ganado desde el momento en el que había nacido.

−Lo prometo hijo, lo prometo− y le sobé la cabeza, como cuando era pequeño.

En el momento exacto en el que giré mi cabeza hacia el frente, sonó el primer disparo. Y después de ése, siguieron tantos que ya no pude saber el total. Nos acribillaron. Salieron hombres de las laderas, detrás de los carros, enfrente del camino. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta? ¿Cómo no me había dado cuenta? El silencio denotaba algo. El silencio me estaba tratando de avisar de esa emboscada. Tomé mi pistola y le comencé a disparar a los uniformados, a los que portaban los colores que tanto odiaba, el rojo y el azul. Vi a caer a varios, y vi como mis hombres peleaban con valentía. Mi hijo también estaba haciendo su parte. Me sentí orgulloso de él. Jiménez también derribó a varios y fue ahí cuando lo escuché, cuando una voz logró sacarme de la inmersión en la que me encontraba. ¿Pero qué eran? ¿Gritos? ¿Quién era?
− ¡Papá! ¡Papá!, ¡ayúdame! ¡Haz algo por favor! −Elizondo y otros dos realistas sujetaban a mi hijo por los brazos. Estábamos inmersos en la refriega. Tomé mi pistola y me dirigí hacia ellos. Elizondo dejó de apuntarle a mi hijo a la cabeza y me apuntó a mí. Tuve que detenerme. Temía por mi hijo.
− ¡Déjalo ir! ¡Eres un sinvergüenza! ¡Es solamente un niño! ¡Tómame a mí! −le grité. Los ojos de mi hijo me atormentaban. Jamás lo había visto tan asustado en su vida. Me vinieron recuerdos de cuando era tan solo un niño. Cuando jugaba con los animales en el rancho. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
− Híjole Ignacio, sabes que me encantaría, pero ¡no puedo!- me contestó Elizondo y comenzó a reírse. Traté de acercarme una vez más, pero lo saqué de su estado de júbilo y se volvió a tornarse serio. Da un paso más y te juro que lo mato- cargó la pistola. Tenía el dedo sobre el gatillo.

−Es sólo un niño Elizondo, ¿qué quieres? ¿Dinero acaso? Tómalo, pero por favor déjalo ir, no te ha hecho nada, no tiene nada que ver, haz lo que quieras conmigo, pero no con él −las rodillas me flaqueaban.

− ¿Dinero? No, gracias ya tengo bastante. Te quiero a ti. Te quiero ver sufrir. Y no solamente yo, sino mucha gente. Déjame decirte que lo que pase hoy, es tu culpa Allende, me lo serviste en bandeja de plata −se volteó y volvió a apuntar a mi hijo con la pistola.
− ¡No! ¡Papá ayúdame por favor! −gritaba mi hijo, estaba sollozando. Quería que parara, pero no podía hacer nada por que sucediera. En un momento de rabia, me le abalancé a Elizondo, pero antes de que pudiera llegar a él sonó un disparo. Un disparo seco. Un sonido que jamás olvidaré. No pude contener las lágrimas. Perdí lo más importante que tenía en la vida.

Nos llevaron a Chihuahua para enjuiciarnos. Me metían en enormes salas y las horas de juicio eran interminables. Las salas estaban llenas de idiotas que no tenían la menor idea de lo que estaban hablando. Que si la causa esto, que si los realistas lo otro, que si nosotros aquello, malditos idiotas. A pesar de todo, siempre fui educado. Tuve un comportamiento digno. Jamás comprometí a nadie en mis declaraciones. Poco importaba ya, había perdido a mi hijo. Me habría encantado cobrársela a Elizondo. A pesar de todo, el maldito juez siempre me trató con desprecio. Me veía despectivamente y me hablaba como si no entendiera nada. Llegó un momento en el que no pude más. Una fuerza imponente me invadió, una furia que no pude controlar. Era como si una llama se hubiera encendido en mi interior y no hubiera nada para calmarla, para extinguirla. Con una fuerza que no sabía que contenía dentro de mí, rompí las esposas que traía en la mano, por un momento se me antojaron de juguete. Con el pedazo de cadena que me colgaba, me acerqué al estrado y le asesté un golpe en la cabeza. Espero que entiendan que tuve que golpear al juez. Bien me valió eso la sentencia de muerte.

Es por eso que me encuentro sentado en esta celda fría, sin mis logros, sin mis triunfos, sin mi gloria, sin todo lo que alguna vez logré. Me siento aquí sin Hidalgo, sin Jiménez, sin mi hijo, sin una parte de mí, con el cuarto lleno de recuerdos, recuerdos que me encantaría transmitirle a todo mundo, pero que no es posible hacer. Espero que entiendan que el tiempo me carcome, que ya no me queda mucho. Honestamente no sé que fue de los otros líderes. Espero que esta causa no termine. Me lleno de dudas al saber si este movimiento que comenzamos alguna vez tendrá fin. Si fue algo tan efímero que ya debe terminar. Si en verdad es esto lo que me correspondía hacer. Si dí lo mejor de mí. Espero que entiendan que ya no me queda nada tangible, que crecí en memorias, y en vivencias, y que es eso lo que me llevo en mi muerte. No me gustaría que me recordaran como alguien importante, sino alguien que peleó por los demás, alguien que trató de hacer una diferencia. Dejo mis memorias a su servicio y a su punto de vista.

Por siempre del pueblo
Ignacio Allende