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miércoles, 22 de agosto de 2012

Sofía

Estiré mi cuerpo al sentir movimiento en la cama, levanté la cabeza y vi cómo mi humano comenzaba a levantarse de la cama. Con una sonrisa floja, acarició mi cabeza mientras yo movía mi cola suavemente de un lado a otro. Aprovechando el calor que mi humano había dejado en la cama, me moví rápidamente para que no se escapara. Poco a poco me fui metiendo dentro de las cobijas, dejado solamente mi nariz afuera. Escuché cómo ella movía telas y entonces supe que el rocío de aquel olor tan dulce y melancólico se acercaba. En cuanto salió, levanté mi nariz y aspiré con fuerza para meterlo todo en mi cuerpo, hasta que tuve que soltar por esa quemadura en mis pulmones que solo siento cuando mi humano me lleva a correr con otros de los míos. La seguí por toda la casa moviendo la cola para hacerle saber que estaba dispuesta a jugar y que hoy no se tenía que ir como todos los días lo hace. De repente se agachó, me miró a los ojos y me dijo "Kovalski pórtate bien". Sigo sin entender por qué me llama así. Desde que la conocí me dice Lizzy, es mas fácil saber que me habla si me dice así. Después de corretear ardillas por un rato, entré a la casa par esperar a mi oponente. Subí corriendo al cuarto de la ventana grande y me trepé a la cama de un salto, para tener mejor visión. De la nada, salió ese sonido que representa al hombre gordo que chifla y mete cosas a mi casa, fue entonces cuando corrí a la puerta y me puse en posición de ataque. Este día si lo tenía, solo tenía que abrir esa puerta... Comencé a ladrar para que me la abrieran y por fin terminar con mi rival, lo tenía todo planeado: brincarle encima, morderlo y gruñirle hasta que mojara sus pantalones. ¡Bum! Sentí como algo me golpeaba el torso. ¡Bum! ¡Bum! Otra vez. Paré de ladrar y vi cómo el periódico se levantaba para golpearme una vez más. Rápidamente lo esquivé y corrí hacia el jardín. Sería otro día, el de mi victoria. Me acosté en el pasto y observé a los pájaros comerse cosas raras que salían de las flores. Mi humano me da salchichas, yo no tengo que sacar nada de la tierra. Paré las orejas al escuchar su risa. En menos de cinco segundos ya estaba en la puerta ladrando de emoción y moviendo mi cuerpo sin control. ¡Sí! ¡Paseo, hora de paseo, hora de paseo! Entró y me saludó igual de emocionada que yo, a veces creo que no le gusta irse y sigo sin entender por qué lo hace todas. Mañana en la mañana moveré mas rápido la cola y tal vez se quede. Tal vez.

En un pueblo todos duermen de A. Beltrán

En un pueblo todos duermen, la luna ilumina los tejados de las casa blancas, ahora pintadas de un tímido azul. En un callejón se abre una puerta y sale una niña, pequeña, cándida; recorre con pasos rápidos el camino, lleva su vestido y sus calcetas enlodadas, toca con su mano los ladrillos mojados de las paredes por las que pasa. Se dirige a la plaza, muerta, al acercarse más los aullidos de los coyotes se hacen mas evidentes; las lámparas públicas, recién electrificadas, regresan del suelo el reflejo blanco que comparte con la luna en los charcos; pisa uno la niña y el reflejo tiembla, zozobra, cuando se calma la niña está ya lejos. Llega por fin a la plaza, vacía, afloja el paso, busca con la vista el poste de siempre y recarga su espalda contra él, cruza sus pies y se ciñe al metal con los brazos, esperando. El viento juega con su vestido, ya café, zapatea ritmos impaciente y el eco retorna hacia ella, se divierte con esto. De pronto se empiezan a oír los tambores: purum-pum-pum, purum-pum-pum, esta vez son cientos de ellos. El redoble inicia por la avenida principal que toca la plaza en su recorrido empedrado, inicia allá, al fondo. La avenida esta bien iluminada por los faroles pero la niña, desde su posición privilegiada, aún no puede ver nada. Los tambores se acercan, retumban en los muros y resbalan calle abajo; de pronto, al fondo del empedrado los faroles se apagan, uno por uno, empezando por el más lejano; se apagan al paso del redoble. La niña se aferra más fuerte al poste, aprieta la mandíbula, observa cómo la marcha invisible se acerca, los pasos salpican el agua de la calle. Los tambores tocan al máximo, están junto a la niña, el resonar es tal, que no entiende, como nunca ha entendido, como el pueblo todo duerme. Se deshebran sus dedos del poste, camina lento, cerrando los ojos hasta llegar en medio de la calle; toma un largo respiro, húmedo, se llena de la banda marchante. Al exhalar por última vez, el redoble para. Algún tiempo después, la niña abre los ojos, voltea a ver a la plaza, llena, emprende el camino a casa.