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lunes, 14 de septiembre de 2009

El deceso del tiempo


El día en que los relojes se pararon fue el día que me di cuenta del engaño en el que vivía. Tantas horas estuve estresado pensando en que tenía que terminar cierto trabajo para cierta fecha; tanto esfuerzo me costaba tener que esperar cuatro horas en la casa de mi suegra, escuchando sus conversaciones acerca de sus día de juventud y belleza; tanta tristeza sentí cuando me dijeron que a mi hija sólo le quedaban cuatro meses de vida.

Toda mi vida he estado dominado por el tiempo. De pequeño tenía treinta minutos para comer, media hora para asearme, una hora para estudiar, dos horas para jugar, ocho horas para dormir… en fin, mi vida ha sido desde siempre dominada por el pequeño reloj blanco que me obsequió mi padre días antes de que muriera en ese accidente. Incluso el tiempo dominó la espera entre aquella tragedia y su muerte. Pero ahora el engaño ha acabado; la opresión ha desparecido, porque puede decir felizmente que el tiempo ha muerto.

Esto fue una guerra que empezó desde mi nacimiento, pero no he sido el único en el frente de batalla, sino han participado muchos hombres. Desde siempre hemos peleado contra el tiempo, y al fin hemos salido victoriosos. No más límites de pago, no más horas de trabajo estrictamente marcadas, no más espera de una muerte anunciada, porque el tiempo ya no nos rige, y vuelvo a decir gloriosamente que el tiempo ha muerto.

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