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lunes, 14 de septiembre de 2009

Cuando nuestras campanas dejen de sonar de Beatriz A.


Entre las montañas Perdidas y el volcán del Cuerdo existió alguna vez Polotitlán, cerca de lo que hoy es Puebla. Aunque está borroso el recuerdo, aún puedo ver la plaza de toros Sevilla, en la que me enamoré de Justo Hernán. Era un domingo, me acuerdo bien, dolorosamente caluroso, y el sol nos azotaba a todos en la cara. Era la época en la que todos íbamos a ver los toros después de misa de doce. Era el tiempo en que los liberales estaban en el poder, pensando que con sus leyes iban a poder aplacarnos a todos. Ilusos.
Ese día, por la mañana, mi mamá me había levantado a las cuatro, para que me diera tiempo de lavar la ropa, la cual dejé por tratar de controlar a mi hermana Josefina. Siempre he pensado en ella, la mayor de las cinco ‘desalmadas’ (como nos hacíamos llamar), como la única mujer verdaderamente libre que haya conocido. Era la más guapa, tenía la piel dorada como ninguna y unos ojos negros que en su brillo parecían únicamente ser comparables con el sol; cada vez que se movía, su cercanía me hacía sentir bendita, igual le pasaba a medio pueblo, porque la otra mitad la conformaba el ganado y los frailes Dominicos, aunque sospecho que ellos también sentían que el alma se les desgarraba al oírla en el confesionario: una vez los escuché discutir sobre quién tenía más derecho a oír sus tiernos pecados.
Recuerdo esa noche, es lo único que he conservado en mi corazón de loca, a pesar de todos estos años. Josefina estaba linda, se había puesto el vestido azul porque era sábado y como había mercado, “las desalmadas” nos vestíamos de ese color para destacar entre los mares de flores y de verduras que, como decían los vendedores, parecían brillar solamente para arrancarnos un pedacito del cielo que traíamos puesto. Así éramos, porque nos sabíamos más bonitas que los atardeceres en el monte, porque habíamos contado la cantidad de miradas que levantábamos las cinco al caminar por la avenida principal, porque éramos hijas de Don Melchor, el gobernador de Polotitlán, que sabía sólo de vacas y cabras, con excepción del ocasional truco de batalla que le había hecho ganar el puesto, tras el triunfo de la revolución de Ayutla.
Creo que nunca le importó mucho a Josefina que fuera sin lugar a dudas la más bella de nosotras; ella amaba a Jimeno y Jimeno amaba el corazón de Josefina. Por eso no me sorprendió que por fin llegara el día que ella se saturara de tanto amor. Ya la había visto hablando con Jimeno, como si fuera la única persona que pudiera detener el tiempo, solamente con preguntarle en qué pensaba. Aunque el General Muyseco, como le solíamos llamar a mi papá, por el supuesto régimen que él pensaba que llevaba con nosotras, le prohibió verlo, a ella le dio igual, hacía lo que le daba la bendita gana y nunca le importó que la vieran como la descarriada. Jamás le rindió cuentas a nadie y creo que por esa razón logró vivir en el presente.
Justamente de eso me habló ese sábado de su partida. Yo era su hermana favorita, decía que era la única que tenía corazón de guerrillera, aunque a veces se lo escondiera al mundo. Me dijo que había encontrado en Jimeno lo que le faltaba para poder morir y revivir otra vez ; me dijo que eso tenía que buscar yo, que no me pedía nada más, me dijo que me fuera, que me perdiera para encontrarme nueva y satisfecha, que no me hiciera la loca, ella sabía que en el fondo, yo me moría por escaparme, por dejar de ser esa niña perfecta, fatalmente vacía y llenarme de mujer libre y enamorada.
Josefina estaba más roja que un rábano hervido y olía aún peor, cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que Muyseco le había visto con Jimeno, pero le había visto en serio, le miró las piernas, el vientre, en fin, le había visto como la trajo al mundo el Dr. Chabel; y a Jimeno le vio menos, pero igual presintió que lo que le faltó de ver, no estaba muy tapadito.
-Ay Josefina, y ahora ¿Qué piensas hacer?- le pregunté, sabiendo perfectamente lo que me iba a decir. -Pues me voy no porque me quieren matar a Jimeno, me voy porque no encuentro más excusas para quedarme aquí y no vivir con él-. En ese instante me di cuenta de lo que significaba para mí, no había nadie que me entendiera como Josefina, en realidad yo le quería más que a cualquier persona. -¡Pero yo no sé como explotar de amor, Josefina, no sé como decirle al General que me quiero ir de aquí, qué tal si me mata, qué tal si te mata a ti!-. -Tú te vuelves loca antes de que el General te mate, me consta. Respecto a mí, no te preocupes, ya viví lo suficiente esta noche como para regalarle mi alma al primer perro que encuentre. Y de qué te preocupas por morir, si ni has empezado a estar viva, cuando encuentres esta gloria que yo siento, vivirás hasta que las campanas de tu corazón dejen de sonar-.
Eso fue lo último que le oí a Josefina, antes de que la encontrara de nuevo, muchos años después, en otra casa. En ese entonces no sospechaba que mi propio destino me acechaba a la vuelta de la esquina, preparado para sorprenderme con inesperados eventos que terminarían por llevarme a la casa blanca de los pinares, en la que vivo ahora.
El domingo, después de la precipitada salida de Josefina y Jimeno en una carreta cargada de manzanas que se dirigía a la capital, yo me encontraba en la Plaza Sevilla. Toreaba Félix María Zuloaga el ‘Ciego’. Si ese domingo yo no hubiera estado distraída pensando en las últimas palabras de Josefina y en cómo carambas iba a contestarle al General cuando me preguntara dónde estaba el mal nacido de Jimeno, tal vez hubiera puesto un poco de mi habitual entusiasmo en las hazañas del “Ciego” Zuloaga. Siempre me había encantado ver cómo se deslizaba por la arena, timando a los toros de los Gonzáles como si estos fueran unos insignificantes cabritos. Ese día fue diferente, por culpa de Josefina, quien ocupaba mi mente y me la llenaba de preguntas, y por culpa de Justo Hernán, que inesperadamente se me metió en el alma sin que Dios se lo mandara. Él era el mejor amigo del “Ciego”, como constaba a todo el mundo, también sabíamos de los destrozos que iban a hacer en las tierras de los Malvido, cada vez que el torero se recetaba un triunfo y le invitaba mezcales, con los 200 pesos de premio. Pero nunca sospeché que Justo me podía quemar el pecho con sólo hablar. Lo sentí por primera vez cuando salimos de la plaza de toros y me gritó desde el puesto de doña Mercedes: ‘Tú pa’ a qué vienes si ni ves al toro, reina, nomás te vienes a gastar tu tiempo mientras esperas que alguien te lo explique todo’. Jamás alguien me había hablado sin dirigirse primero a mi papá, para buscar en su mirada aunque fuera un poco de aprobación. Me latió tan fuerte el corazón que sentí que traía una campana dentro que se estrellaba cada dos segundos contra mis costillas, creando un sonido tan fuerte que, pensé, todo el mundo alrededor se me quedaría viendo y diría - ¿Y ahora tú?, ¿no que muy desalmada?, se nos hace que nos habías estado escondiendo un corazón’. Le contesté, esta vez desde la esquina de la panadería del mar, -Y tú por qué andas viendo cómo gasto yo mi tiempo y cómo sabes que no entiendo algo aquí en mi cabeza-. No me había dado cuenta, en lo que escuchaba mis indeseables campanadas y deliberaba mi mensaje, Justo ya había caminado hacia mí. -Te veo porque me gustas y lo que no entiendes no está en tu cabeza, está en tu corazón, ¿qué no lo oyes?-.
Dos meses y 34 encuentros recónditos más tarde, me di cuenta que amaba a Justo. Fue una tarde de marzo en 1857 y ya desde hace dos semanas él me había contado de las inconformidades que la mayoría del pueblo sentía contra la constitución que el presidente Comonfort acababa de declarar. Entre los descontentos, estaba “el Ciego Zuloaga”; Justo me dijo que su amigo siempre había sido de sangre caliente para el pleito y que tenía más que ninguna otra cosa, la capacidad para rebelar a todo Polotitlán contra Muyseco. Cuando yo le pregunté a Justo si se sentía descontento, me dijo que no había oído un mejor remedio para el México dividido que nos había tocado vivir. Me contó de la libertad de enseñanza, de imprenta, de comercio, de trabajo y de asociación. Me dijo que este ‘documento’, como le llamaba, volvería a organizar al país como una República federal. Entre otras cosas, incluía un capítulo dedicado a las garantías individuales, y un procedimiento judicial para proteger esos derechos, conocidos como amparo.
Nunca me había gustado más Justo, me habló como Josefina, me habló de libertad y derechos, me hizo sentir que yo era parte de este nuevo México. Fue entonces cuando volví a oír las campanas estrellándose otra vez. -Y tú, ¿ya le dijiste esto al Ciego?’- le pregunté con la poca voz que las campanadas me permitían emitir. -Bueno, tú estás tonta o no me has escuchado por los últimos quince minutos, el Ciego se rebela mañana, ya habló con los de la capital, van a ir al palacio, pero antes se echan a los partidarios de la constitución de aquí de Polotitlán, eso significa que el General ya está en su lista-. Casi le pregunto que quién era el General, pero gracias a Dios me acordé que ahora él también le llamaba así al Muyseco. -Ay caramba, yo que siempre pensé que nadie se atrevería a bromear con el General- le dije, sintiendo como si de pronto todas las campanas se hubieran callado para presenciar el siguiente giro que mi vida me traía. -¿Qué vamos a hacer?’ – le pregunté a Justo, sabiendo que él ya lo había planeado. -Nos vamos hoy mismo para Guadalajara donde vive mi tío Eustaquio, vive en el monte no hay mucho que hacer, pero entre eso y que te maten al viejo, pues está mejor-.
Recogí la maleta que ya tenía hecha por si un día Justo me pedía que fuera suya y no del General y nos fuimos esa misma noche para Guadalajara. No me despedí de “las desalmadas”, pero creo que me lo perdoné al día siguiente, cuando me di cuenta de que Josefina estaba en lo correcto otra vez. Las otras se fueron para la capital con el “Ciego” y su tropa. Emiliana, la menor de nosotras, se fue con “el Ciego” para casarse con él, después de que lo proclamaran presidente los conservadores y ocuparan la capital. Fue así como llegamos a formar parte del gobierno del presidente Juárez, quien al faltar Comonfort, asumió el poder desde Guadalajara, por estar ocupada la capital. En esos tiempos no había término medio, o eras conservador o eras liberal. Justo y yo nos volvimos liberales y marido y mujer también. Yo tenía 16 y el 23 años, yo era su todo y él me hacia sentir campanadas de vez en cuando. Las cosas empezaron a ahogarse en la rutina, nos veíamos consumidos por nuestra labor en el partido y los trámites que hacíamos para facilitarle a Juárez el regreso a la ciudad de México. Ya no me sentía suya, estaba sola en su compañía y sus discursos me empezaban a aburrir, se veían opacados por la innovadora genialidad del ‘narizón Juárez’ como le empecé a llamar en privado. A mí me gustaban sus ideas y su voz, me hacía sentir las campanadas que hace mucho Justo había dejado de provocar. A él le gustaba mi escucha, apreciaba los pequeños detalles que Justo nunca vio, como el hecho de que nunca más volví a vestirme de azul en Guadalajara porque según el marido, le daba migraña. Juárez me dijo que sola podía tomar mis decisiones, desde cosas simples como el color de vestido, hasta elecciones que cambiarían mi vida, como seguirlo a Veracruz para instalar su gobierno. Dejé a Justo con unas pocas palabras, fueron pocas porque teníamos el tiempo y el odio encima, así que decidí hacer nuestra despedida corta. -Ya no siento que el corazón me estalle al oír tu voz-, fue todo lo que le dije y mientras cerraba la puerta de madera pude escuchar su triste respuesta -Ya lo sabía reina, espero que alguien más te pueda explicar lo que sientes-.
Juárez promulgó las Leyes de Reforma. Yo me promulgué en estado de soledad extrema. Vivíamos mi alma y yo en la casa blanca de pinares, solas como nunca, en un silencio insoportable, hasta que llamé a Josefina. Vino sola, por supuesto, (Jimeno había muerto presa de un hueso de pollo durante la Guerra de Reforma) y de nuevo le vi ese brillo que me hacía sentir tan bien, tan libre y tan capaz de estar completa sin nadie más. Me contó de los cinco cielos que había visitado con Jimeno. Le conté como le había destrozado el corazón a Justo. Hablamos de todo y de nada, del General y de nuestros corazones. De los hombres que habíamos visto caer en la Guerra y de aquellos que deseamos nunca subieran al poder. Le conté del “Ciego”. Me dijo que ya sabía de sus destrozos en la capital, igual que en el terreno de los Malvido. Nos reímos diez días y nos embriagamos con nuestras lágrimas otros más. -Te extrañé- le dije, aunque ella ya lo sabía, -¿Te quedas a cenar?-, -No, gracias, ya me voy- me respondió, mientras yo veía las rejas abrirse para que la carroza pasara. Al voltear Josefina ya no estaba en el sofá.
A la mañana siguiente me entregaron una carta, venía sellada con el dos de agosto, exactamente un mes atrás. En pocas palabras, la carta me contaba cómo había caído presa del “Ciego Zuloaga!” después de ir con el movimiento reformista al decimosexto intento de retomar la capital. Me escribió lo mucho que admiraba mi corazón. Que ahora más que nunca extrañaba a Jimeno y hasta al General Muyseco, me dijo que había encontrado a Justo en la capital y que le había dicho que aún ahora, me amaba más que antes. Me dijo que su muerte no debía de afectarme, que pensaba visitarme dentro de un mes, viva o muerta, daba igual, nuestros corazones seguirían vivos hasta que sus campanas dejaran de sonar.

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