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jueves, 22 de agosto de 2013

Cuento

Sin encontrarme, aquí estoy. En algún un lugar en el espacio y en el tiempo sin ningún rastro de mi propia identidad. Volteo hacia un lado y miro mi reflejo. Tengo una nariz alargada, subrayada por un breve y delgado bigote (me da la impresión de haberme visto antes). Estoy sentado en una de las mesas del Café X. Es un establecimiento de madera y con espejos en las paredes en el que se sirve café con leche a las señoras desempleadas y café irlandés a las almas desesperadas; en una de las más recónditas esquinas de esta ciudad sobrepoblada de soledad. No tengo ni la menor pista de cómo, ni quién ni cuándo ni entonces ni nada sobre mí. Tan sólo unos borrosos y lejanos recuerdos casi ajenos, en los que aparezco en primera persona. Un niño sin padres ni juguetes, un estudiante más en la lista, un soltero desempleado, un músico frustrado... Una especie de remordimiento crece dentro de mí. Desesperado busco respuestas primero en el fondo de la taza vacía, y luego en los bolsillos de mi pantalón. No encuentro más que montones de letras en desorden. Guardo de nuevo las grafías en mis bolsillos y me voy a buscar a otro lado. Tomo mi abrigo y sombrero del perchero de la entrada y salgo del local. El sol está bajando. La calle es de piedra y hay gente caminando en diferentes direcciones. El sulfúrico olor a carbón que trae el humo de las fábricas en el viento me hace sentir una extraña nostalgia nauseabunda. Conozco estas calles. De pronto, algo me recuerda que en la bolsa interior del abrigo hay un artefacto que suelo usar para evitar el contacto con las personas desconocidas al encontrarlas en la calle, y para saber en qué posición me encuentro en relación al tiempo. Saco de ahí otro montón de letras, pero ahora más pequeñas: son cinco. Las acomodo en la palma de la mano, mientras empiezo a caminar apresurado hacia donde mis pasos me guían (sé a donde ir). El montoncito dice “jlore”. Intento distintas combinaciones sin dejar de caminar. “Orjle”, “rojel”, “leroj”, me acerco cada vez más. Es un reloj. Son las seis con cuarenta y nueve de la tarde. Sigo caminando, cada vez con más seguridad y ocultando mi desesperación con naturalidad. Me siento frágil como una hoja de papel. Avanzo dos cuadras de esta ciudad que me hace sentir incómodamente en casa, o que a penas estoy conociendo. Cruzando la calle paso enfrente de la cantina en la que todos los expresidentes de este país, vivos o muertos, se juntan a jugar cartas o billar una vez por semana. Al observarlo, aparece en mi cabeza otro de estos recuerdos al borde de la segunda persona donde, por alguna absurda coincidencia, entré a esta cantina y observé con el cinismo con el que, a pesar de todas sus diferencias ideológicas y rivalidades que tuvieron en vida o durante su gobierno, los expresidentes actúan ahora como grandes amigos de hace tiempo y bromean con el “yo nacionalicé esto, pues yo lo expropié, que tu partido y tu época, y que el mío y en mi siglo…” La calle siguiente sigue bloqueada por el movimiento de los manifestantes a favor de la abolición de la distancia. Cruzo por la algarabía de gritos y letreros con consignas absurdas y algo metafísicas, recibo algunos empujones existenciales y con dificultad logro llegar a la estación de tranvía. Después de darme cuenta de que, coherentes con sus objetivos, los manifestantes han bloqueado el transporte público, me veo obligado a seguir caminando, pero ¿a dónde? Unas cuadras más adelante, alcanzo a ver una plaza sin mucha gente. Llego a sentarme una banca junto a un árbol seco, e intento recordar más sobre este ser extraño que parece ser yo. Empiezan a surgir datos sobre mi presente, empiezo a saber casi con certeza quién soy, y me resulta aún más conflictivo que estar sin personalidad. Nací en junio y hablo muy poco, desde siempre. Por las mañanas tomo café sin azúcar y por las noches, ginebra sin medida. Las palabras que me ahorro como locutor, las aprovecho como escritor. A eso me dedico: soy escritor. Mi obra publicada no es nada proporcional a mi obra escrita. De vez en cuando he hecho reseñas para el periódico local y escrito en las páginas que no lee nadie; he vendido dos novelas cortas, un recuento de sonetos, entre otros textos que me han ayudado últimamente, junto con mi trabajo en la oficina de telégrafos, a pagar la renta del departamento en el que, a duras penas, logré acomodar todos mis libros y paso la mayoría de mi tiempo frente a la máquina de escribir o empuñando la pluma. Me doy cuenta de que no es realmente el reencuentro de mi identidad lo que me perturba, es sólo algo secundario. Hay algo más allá. Va mucho más lejos. De repente, una ráfaga de viento me levanta y me empieza a revolcar volando por toda la plaza, me mezcla con el polvo y me revuelve sin poderlo evitar. Termino por aterrizar un poco arrugado en el piso. Esto me hace notar algo más. No soy un hombre. El escritor se ha escrito a sí mismo en estas hojas de papel que ahora buscan su propósito. Es eso lo que soy. No un hombre, sino la proyección de un hombre de sí mismo: el mismo hombre, al fin. ¿Para qué lo hizo? ¿Para qué me hice? Debo encontrarlo. Encontrarme conmigo para descubrir mi propósito. Entro a la pieza en donde suelo trabajar en la oficina de telégrafos para buscar cualquier pista. Sobre el pequeño escritorio de trabajo se encuentra un cuaderno. Sostener su envoltura de piel me hace sentir de alguna manera seguro. Es aquí en donde he escrito algunas de mis memorias, mis pensamientos, mis historias. Es en estas hojas en donde entro a escapar de la soledad hundiéndome en ella, acompañado por nadie, por mi ser y mi alma. Siendo ahora un producto de esta desesperada huída de la realidad, temo abrirlo, no sé lo que podría encontrar, pero es el único enlace que tengo conmigo. Lo abro y de las páginas empiezan a salir incontables recuerdos, imágenes, personajes ficticios y reales, dibujos, letras, objetos, historias que se ponen en torno a mí y me observan. En la pequeña oficina a penas caben estos seres sin color ni vida nacidos de esta nostálgica explosión silenciosa. Un pintor árabe con bigote blanco que pinta ecuaciones matemáticas; una trabajadora de una fábrica de carbón; una niña que quiere tener una criatura mitológica como mascota a falta de amor maternal; un poeta suicida. La luz de una débil bombilla que cuelga del techo se alcanza a repartir entre cada uno de nosotros. “¿Cómo me encuentro? ¿Para qué fui escrito?” me atrevo a preguntar. La voz tan familiar de un niño triste, unísona con el resto de las cosas y unos violines gitanos de fondo, me dice: “Viajas del final al principio, en donde encontrarás el final. Tu propósito ya has cumplido y no estás lejos de encontrarte con él.” Mientras me alejo de la oficina de telégrafos y la música gitana va haciéndose cada vez menor en mi cabeza, saco de la bolsa de mi abrigo el pedazo de papel doblado que cayó al piso cuando abrí el cuaderno. Lo desdoblo: “¿Por qué? Para ponerle un fin a esta insomne agonía de un alma perdida en esta vida sin sentido.” Definitivamente es mi caligrafía. Mi preocupación crece, creo saber ya cuál es mi propósito, para qué me escribí. Aparentemente, los últimos años después de tantas depresiones etílicas, he estado perdiendo poco a poco, parte por parte, como una señora pierde la llave de su casa, las ganas de vivir. Algunas veces, las he perdido porque las dejé en la plaza el otro día, cuando no apareció la mujer que conocí en el Café X. Cuendo regresé, ya no estaban. Otras veces, cuando leo el periódico y me entero de las monótonas noticias de violencia, progreso, corrupción, todas iguales. La mayor parte, cuando me quedo solo, reflexionando, intentando aceptar mis fracasos, sin poder dormir y vaciando los vasos de ginebra, uno tras otro, hasta el amanecer. Pero otra parte de mí, sospecho, ha estado buscando una manera de salir de este hoyo, aunque sólo disponga de una pala. Usarla para escalar, en vez de seguir escarbando. Escribir, construir, crear una obra maestra que me ayude a salir de estos estancamientos como marea alta para un barco encallado. Para eso fui escrito. No puede haber otra razón. Mi propósito es sacarnos de ahí para avanzar, sin olvidar el pasado, sino viéndolo con otros ojos y sin la distorsión de la náusea existencial ni el alcohol, hacia un futuro con más color, más música. Pero él no quiere. Debo hallarlo. Sería absurdo preguntar a algún ser humano en dónde podría encontrarme, estando yo en frente de ellos. Así que acudo una vez más a mi poco confiable sistema intuitivo. Los demás escritos me dijeron que estaba avanzando un camino de su final a su principio, que sería su final. También, conociéndome, a estas horas de la noche estaría en mi departamento de renta, escribiendo o bebiendo, o ambas. Me dirijo hacia allá. Mis pasos conocen el camino, casi tanto como el camino a mis pasos. Voy lo más rápido que puedo, como quien va a recibir el barco en el que probablemente regresen sus seres queridos de la guerra, con una poderosa, pero ingenua esperanza. El viento sopla cada vez más fuerte y me dificulta el paso. Se acerca una gran tormenta. Al fin, casi alcanzado por las primeras gotas de lluvia, me encuentro enfrente a la puerta del departamento. Tengo la certeza de estar dentro. Pero he perdido la llave. He perdido la llave. No, esto no me detendrá. Me deslizo por debajo de la puerta y entro a la pequeña sala del departamento, en donde están todos mis libros y hay una mesa con una vela apagada. Afuera ya empezó a llover. Un relámpago ilumina el cuarto a través de una pequeña ventana y me hace sentir el estómago vacío. Estoy ahora frente a la puerta de la recámara en la que hay una cama, una silla y un escritorio con la máquina de escribir. Estoy del otro lado de esta puerta. ¿Qué espero? Abro la puerta con todas mis fuerzas, lo más rápido posible y tomo aire para gritar algo, lo que sea, cuando me encuentro con una escena más impactante y reveladora que cualquier expectativa que pude haber tenido. Un olor a pólvora me llega hasta el cerebro. Estoy sosteniendo un revólver con el cañón todavía caliente y humeante, frente a mí está mi propio cadáver, muy lejos de la putrefacción, con un balazo en el ojo izquierdo. Acabo de dispararle y cae sobre la máquina de escribir, escribiendo su muerte con sangre sobre las hojas de papel. Tengo en la mano la nota suicida que acabo de escribir. Sin entender lo que pasa, la leo: “Dejo aquí mi obra maestra, cumpliendo su propósito: su fin. Después de agotar toda vía de escape, de libertad, de concilio, no he encontrado otro remedio que terminar esta vida sin sentido, llena de fracasos, llena de nada, vacía. No me quedó más remedio que poner tierra sobre el hoyo en que he caí…” Ha triunfado. Acabo de darme un tiro. Lo maté a él. Me maté a mí. Estoy muerto.

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