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martes, 29 de octubre de 2013

Ella

Por Lorena Hilton Peñaloza
El hombre estaba medio muerto, la piel hinchada con múltiples moretones, la ceja abierta, el brazo izquierdo roto, y el cuerpo en general, bañado en lodo y en sangre. Mis pies pisaban las hojas secas mientras caminaba por el verde y solitario bosque. Era una tarde no más fría ni más cálida que otras, no más corta ni más larga. Al llegar al río me senté en la orilla y metí mis pies al agua. Pequeñas gotas me salpicaban cuando me percaté de la presencia de un hombre que yacía a unos metros. Casi di un salto del susto. Parecía muerto, estaba tirado al pie del árbol más cercano. Me quedé ahí, dubitativa. Finalmente algo me dijo que tenía que socorrerlo, así que me paré como resorte y corrí en su encuentro. Estaba completamente inconsciente y muy lastimado. Me quité el vestido blanco y lo remojé en el agua, regresé con él y comencé a lavar su rostro, o lo que parecía quedar de él. Al cabo de unos minutos observé el cielo, un naranja chillante cubría la atmósfera, eran las últimas horas del crepúsculo y ya se hacía tarde; necesitaba regresar, pues mi mamá estaría preocupada si no llegaba en los próximos veinte minutos (tiempo habitual que tardaba en rellenar las dos cubetas de agua y regresar a casa). Llegué a la cabaña (que usualmente llamo hogar) agotada; la espalda me pesaba, sentía mi columna vertebral astillada y horadada. Con un esfuerzo casi sobrehumano, coloqué al hombre en nuestro único sillón. Casi enseguida de que este mismo comenzó a moverse, mi madre abrió la puerta de su habitación. Se había quedado pálida y con los ojos más abiertos que las fauces de un felino al devorar. Abrió la boca, de la cual no hubo sonido alguno. Yo estaba de rodillas frente al sillón, no entendí la razón de su reacción, mas cuando me volví hacia el hombre, este ya no dormía. Él No queda nada, ¿quién soy? Nada… la respuesta es nada. No tengo historia, no tengo pasado, estoy en un limbo, flotando en la eternidad de un vacío. ¿Que cómo llegué aquí? No lo sé. Lo único que sé, es que fui uno de los pocos sobrevivientes de una gran catástrofe, o al menos eso es lo que siempre nos han dicho aquí. Según indican, el día del Juicio Final llegó, y la destrucción fue total. Muy pocos sobrevivieron. Ninguno de nosotros sabe ni recuerda nada. Los que saben son los del traje rojo, el resto vestimos de blanco. Todo aquí es blanco. No sé si esto debería ocurrir, pero a veces por las noches, cuando estoy solo en mi celda, veo cosas, o tal vez… las recuerdo; tengo pequeñas visiones: el cielo, una risa, agua corriendo, una mirada… Aquí no hay cielo, no hay risas, no hay ríos, todo es blanco. <> me digo a mí mismo, y con esta mentalidad, y decidido a encontrar la verdad, salgo de mi celda, la celda 31 en una noche en la que todos duermen y todo es silencio. Casi sobre la punta de mis dedos, me desplazo hasta la puerta que lleva al gran comedor. Una vez ahí, camino casi agazapado, con rapidez y agilidad hasta que llego a la enorme cocina. <>. Miro a mi alrededor, << ¡Oh no!>> Alguien se acerca. Rápidamente me agacho y me arrastro. Me quedo atrás de un mueble metálico. Me quedo esperando unos segundos hasta que entra a la cocina un hombre vestido de rojo, como siempre recto, casi marchando. <>. Ese bastón perverso con el que las manos de los rojos han propiciado tales golpizas que muchas veces han tenido efectos mortales. Yo estoy a la espera. El hombre y sus botas rechinan en el suelo blanco. Se desplaza hacia lo que parece ser un enorme refrigerador y pulsa unos botones al costado del mismo que hacen que éste se abra. Él se mete y la puerta se vuelve a cerrar. Lo sé porque todo este tiempo me he asomado por encima del mueble que me protege. Aguardo. Pasan tal vez quince minutos, (tal vez más), cuando por fin sale el hombre de rojo del supuesto frigorífico. Cierra la puerta y sale de la habitación. Espero unos momentos y corro al aparato. Los primeros números los recuerdo: cinco, ocho y tres, pero no sé los últimos dos. Me quedo algunos minutos intentando hallar los números que componen la combinación que abrirán la puerta a mi única esperanza. Voy en el número veintisiete cuando oigo los pasos de alguien a lo lejos. Por la forma en la que su marcha resuena en el embaldosado, advierto enseguida que es el mismo individuo con el que compartí la habitación momentos antes. Vuelvo a los botones. Cincuenta y ocho mil trescientos veintiocho: aún se escucha lejos. Cincuenta y ocho mil trescientos veintinueve: se abre la puerta del comedor. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta: avanza unos pasos. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta y uno: un sudor frío me recorre la frente y la espalda, el hombre está muy cerca. Cincuenta y ocho mil trescientos treinta y dos: el acceso se abre. El rojo ha entrado a la cocina y tiene sus dos ojos puestos en mí. Sin dudar un solo segundo me abalanzo y corro hacia el interior de la puerta. Mis pies descalzos se mueven el uno tras del otro con tal frecuencia que dejo de sentir el suelo. El rojo es muy rápido, hay veces en las que siento el roce metálico de su bastón en la parte baja de mi espalda. << ¡Se escapa!>> grita el mismo cuando lo escucho más lejos. Repentinamente se activa una especie de alarma y se encienden luces rojas al costado del camino que hasta ahora estaba en tinieblas. Sigo corriendo, escucho mi respiración alterada. Justo cuando creo que todo ha acabado y acepto el hecho de mi inminente muerte, una puerta se abre a mi derecha y un hombre gigantesco y fornido se cierne sobre mí. Me rodea y sin que pueda al menos parpadear, me introduce en lo que parece ser un cuarto completamente negro. Tiene su enorme brazo posado por debajo de mi barbilla, imposibilitándome la opción de moverme o siquiera de gritar. Un rayo de luz ilumina sus ojos verdes y su piel oscura. Mientras lo miro, escucho botas resonando en el suelo al otro lado de la puerta. Cuando no se oye nada más, quita su brazo de encima de mí y me indica que lo siga. ¿Cómo dar la espalda a la única posible esperanza que me queda? Tengo que confiar en él así lo quiera o no. Me lleva a través de pasillos, damos vueltas, bajamos y subimos. De vez en cuando vuelve su cabeza para ver que le sigo el ritmo, o que le sigo simplemente. Por fin llegamos a un portón del cual la luz se escapa por debajo. –Huye, llega tan lejos como puedas, no pares y no mires atrás. Si te llegan a atrapar, no me conoces. No creas nada acerca de la contaminación, nada es cierto. Algún día lo entenderás, y cuando lo hagas, espero que puedas perdonarme, Jack.- Sus palabras tuvieron en mí el efecto de una bofetada. –Toma, llévatelo- me entrega unas llaves. Permanezco callado. La duda escuece mi ser; hay tantas cosas que quiero preguntarle, que quiero saber, pero sé que no hay tiempo. Dejo pasar la extrañeza de la situación, de que este desconocido sepa mi nombre y de que me ofrezca libertad y abro la puerta con brusquedad. Corro tan rápido que siento que mis músculos se vuelven blandos como goma. Llego al vehículo que seguramente se activará con la llave que porto. Me meto como un loco y arranco como si no existiera un mañana. Acelero a lo largo del bosque deshabitado. Avanzo sin parar en lo que parecen horas, días, tal vez semanas. Llega un punto el que la gasolina se agota, al igual que las provisiones. Muero de hambre y de sed. Me siento débil y sin fuerzas; la garganta me quema y me exige algo fresco. <>. De pronto algo se me ocurre. Miro abajo. <> me digo a mí mismo, y es así que desciendo mi mano y la introduzco debajo de la tela de mi pantalón; después, la llevo a mi boca y absorbo poco a poco el líquido que al contacto de mi lengua es salado y ácido, que no sabe bien pero en este momento de sequía interna me sabe a deleite, a vida. Dejo atrás el vehículo y camino en el verdor de un bosque desolado. No sé qué pensar... y yo que creía que ya no quedaba nada, que ya no existía esto… me hicieron creer que ya no había vida y ahora me encuentro aquí, varado en un sitio en donde todo se compone de tierra y árboles. Escapé suponiendo que encontraría mi libertad, y de nuevo aquí me encuentro encerrado. En medio de mis cavilaciones me distraigo y caigo en lo que parece ser un barranco eterno. Siento golpes y garrotazos. Después todo se vuelve negro. Cuando abro los ojos, me siento desorbitado, un dolor agudo penetra en varias partes de mi cuerpo. ¿En dónde estoy? Entonces, la miro a ella, y cuando veo su mirada siento que he encontrado mi hogar. La veo y vuelvo a comprenderlo todo… La Madre de Ella Su hija ha tardado mucho y comienza a preocuparse. Abre la puerta de su habitación y la encuentra allí pero su alivio no dura mucho, pues al verlo a él se queda helada; después de todos sus intentos por evitarlo, el destino los había vuelto a unir.

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