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martes, 29 de octubre de 2013

Por Julia Bracho Ahumada Pulso acelerado, corazón latiendo con mayor rapidez que las manecillas de los segundos de un reloj apresurado por una vida complicada, pie moviéndose con rapidez de arriba a abajo, mirada concentrada aparte de en un maldito tablero, en la inestabilidad de un foco intimidante. Una mano tan decidida como Hitler al meter su primer balazo, movió nuevamente a su peón, bloqueando el paso de mi Reina; pulso se aceleró aún más, mirada bloqueada por párpados cerrados aceptando derrota, gota de sudor justo arriba del ojo; mi mano temblorosa intentando mover su último peón de esperanza, tiró su estética e intimidante Reina, una tensión todavía mayor inundó el reducido cuarto. Sus ojos clavados en mi desesperación, su sonrisa fijada en mi transparente dignidad, su jaque mate esperando mi último maldito movimiento, inevitable, estúpidamente inevitable; mi mirada subió para encontrar la suya, un segundo de locura, un segundo de terror, un segundo de adrenalina; sin dejar de verlo directamente a los ojos mis manos, que ahora no temblaron ni por equivocación, tiraron bruscamente el tablero de un juego que dictaba mi vida; el foco tintineaba más cerca que antes, mi corazón iba a salir de su lugar, mis piernas eran más firmes que mi primer ostentoso movimiento, mi razón más nublada que el cielo antes de un huracán, pero mi cuerpo empapado como si estuviera parado justo en el medio del ojo de un huracán. Un pequeño ruido acabó con la luz del cuarto y el inevitable sonido de la muerte acabó con la miseria de alguno de los dos, sólo la luz podría dar este veredicto.

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